“Integridad en un fallo de la Corte: equilibrando honor y dignidad”, por FISHEL SZLAJEN


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El concepto de maternidad no debe ser una mera construcción cultural fluctuante, sino que tiene que preservar una base biológica observable.

Infobae – Si bien la integridad es la relación simbiótica entre honor y dignidad, permitiendo al individuo mantener un equilibrio entre la capacidad de adherirse a códigos de conducta y la autonomía personal, en las sociedades premodernas, el honor desplazó la dignidad. Allí, la familia, cimentada con roles claramente definidos y expectativas estrictas sobre la conducta y objetivos de sus miembros, radicaba en el cumplimiento de una tradición normativa que incluía el comportamiento sexual, roles de género, mandatos y obediencia jerárquica. Las decisiones se tomaban en función del honor familiar y su posición en la comunidad. El honor femenino y su reputación estaban vinculados a su virginidad, la conducta sexual y el cumplimiento del rol tradicional del género. En la política, el honor era clasista, cuyos líderes y la nobleza debían mantener su estatus y respetabilidad a través de actos públicos de grandeza. En lo laboral, el honor estaba ligado al cumplimiento de deberes y expectativas sociales, y sus jerarquías operaban bajo normas de respeto y prestigio que se ganaban al adherirse a los valores del oficio o al servicio de un superior. No se cuestionaban las estructuras laborales, y el ascenso social estaba relacionado con la lealtad y el cumplimiento de roles. La educación era clasista y reservada para habientes de estatus elevado, más que para aquellos con mérito o deseo de superación personal.

Pero desde fines del siglo XVIII y focalmente en el XX, la dignidad desplazó al honor, deviniendo como principio rector la autonomía y autodeterminación, y con ellas la igualdad, la libertad individual y los derechos inherentes a toda persona. Estas transformaciones en la política, las leyes, el dominio público y la mentalidad social, produjeron sociedades basadas en la dignidad individual y los derechos humanos universales. Las estructuras familiares cambiaron, se igualaron los derechos entre hombres y mujeres y se aceptaron decisiones personales en la elección de profesiones o estilos de vida. La mujer, empoderada, logró independencia económica e igualdad de oportunidades. La dignidad individual reemplazó al honor familiar, permitiendo mayor libertad en las decisiones como la crianza de los hijos, la vida personal y la diversidad en los modelos familiares. En lo laboral, se valora la autonomía y la innovación, pudiendo elegir y cambiar de profesión sin el estigma de fallar a la comunidad o familia. La dignidad individual democratizó la educación, vista ahora como un derecho universal.

Luego, la integridad parcializada en el honor como factor estabilizador pero carente de dignidad provocó injusticias, mientras que su inversa dejó al individuo en un terreno incierto, resultando en desarraigo y relativismo. Según Charles Taylor, suprimir el honor de la integridad desvinculó al individuo de códigos externos de conducta transmitidos a través de normas sociales y culturales, dejando un vacío en los valores compartidos. La dignidad sin honor como estructura de cohesión y propósito en el tejido social, desheredó al individuo del respaldo de una tradición compartida que otorga una referencia común para la identidad moral, desarraigándose y convirtiéndose cada individuo en su propio juez, propiciando un relativismo moral y ético. Y aquí se manifiesta la paradoja de Michael Rosenak, según la cual la emancipación del honor en favor de la dignidad deja al individuo sin las anclas morales y comunitarias proporcionadas por la tradición, cayendo en la incertidumbre existencial, definiéndose solo en su subjetividad

 

Una mujer embarazada, en una imagen de archivo. EFE/Zayra Mo.

 

FISHEL SZLAJEN,

rabino, filósofo y profesor de la Diplomatura en Cultura Argentina

 

 

 


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