“VICTORIA OCAMPO: EL ROMANCE Y CASAMIENTO EN 1912 QUE VENDRÍA CON SORPRESAS”, POR DANIEL BALMACEDA


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La Nación – El primer martes posterior a la Semana Santa de 1907, el exquisito hotel Bristol de Mar del Plata, en la actual Entre Ríos y Peatonal San Martín, se hallaba muy concurrido. En esos días comenzaba el éxodo de los veraneantes que solían pasar unas catorce o quince semanas de vacaciones, más aquellos que aprovechaban los feriados religiosos para disfrutar unos días del mar y el sol. Las crónicas de aquel tiempo hablan de trenes atestado de pasajeros.

Sin embargo, algunas familias aprovechaban un poco más los últimos días de la temporada. Así llegamos a la tarde del martes 2 de abril, cuando, una joven de 16 años volvió a ser aclamada en el Bristol por la elegancia de voz y el talento de su recitado. Victorita -tal su apodo- Ocampo, que estudiaba dicción con una actriz parisina de renombre, Marguerite Moreno, ya era una celebridad en Mar del Plata por estas presentaciones amateurs en el Bristol. El cronista de La Nación escribió: “Posee un temperamento propio, gran entonación dramática, dicción perfecta y una voz admirablemente timbrada. Es imposible oírla sin emoción cuando imprime a los versos los acentos del dolor y la amargura o cuando describe escenas trágicas”. El periodista se animó a vaticinar que la joven “será muy pronto una verdadera artista”.

Lejos de coincidir, el ingeniero Manuel Ocampo, padre de Victoria y de otras cinco mujeres (Clarita murió joven), fue determinante: “El día que en que una hija mía suba al escenario, en ese mismo momento, de un balazo me vuelo la tapa de los sesos”, les dijo con severidad.

Por su parte, Victoria advertía que la combinación de belleza y marcada personalidad eran un combo atrayente para los caballeros. Pero, por más esfuerzos galantes de los solteros, no había quien la conmoviera. Solía hablar de estas cuestiones con su amiga Delfina Bunge. Pero ese mismo año, uno ojos la hipnotizaron.

 

La escritora retratada por el artista español Anselmo Miguel Nieto, en 1922,

cuando la ruptura con Monaco Estrada era inevitable

 

A fines de septiembre de 1907, Victoria Ocampo (ya había cumplido los 17) sintió el flechazo. Fue una tarde en la que jugaba al tenis en la quinta de los Aguirre en San Isidro. Le escribió a Delfina: “He visto unos ojos irónicos e inteligentes. Me gustan. Ahora, ¡cuidado! Es posible que yo misma haya fabricado esa mirada y que los ojos a quienes la atribuya no la tengan. Desconfío de mi imaginación. De cualquier modo, es peligroso mirar dentro de esos ojos. Siempre he adorado los lindos ojos”.

Volvió a verlos el 18 de noviembre. Al día siguiente, le escribió a su amiga: “Ayer volví a ver a los ojos. No conozco otros iguales. Cálidos por el color, fríos por la expresión. De forma perfecta. Ignoro si el dueño lo es”.

Ese día, con la sangre guaraní que le corría por las venas -entre sus ascendientes había conquistadores y nativas-, se olvidó de las formas, se desentendió de las normas de etiqueta, fue osada y tomó la iniciativa. Le dijo:

-Resultan graciosas esas miradas de olímpico desdén.

Y el joven de los ojos respondió:

-Serán de olímpica admiración cuando la miro a usted.

El admirado era Luis “Monaco” Estrada. Pertenecía a una familia muy distinguida con ascendientes notables desde los tiempos del virreinato, Liniers entre ellos. Muy buen mozo, morocho, de ojos azules, mejillas hundidas y sonrisa pícara que agradaba. Todos valoraban la inteligencia de este simpático abogado y deportista. Cuando Victorita lo conoció, él tenía 26 años. Incluso la confidente Delfina Bunge había mostrado algo de interés por Monaco antes de iniciar su noviazgo con Manolo Gálvez, su futuro marido…

DANIEL BALMACEDA,

historiador y profesor de la Diplomatura en Cultura Argentina

 

 

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Victoria, la mayor de las hermanas Ocampo, cuando tenía 11 años.

 


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