Sarmiento ante el Monumento. Por Oscar Andrés de Masi
Sarmiento ante el Monumento:
Intuiciones acerca del valor social del patrimonio en un discurso de 1873
Por Oscar Andrés De Masi*
Si fuera preciso ensayar una renovada clasificación de Sarmiento en el cuadro de nuestros próceres, podría ser ubicado en el renglón de los “intuitivos”. No fue el único. Su comprovinciano Rawson integra aquel grupo. Nuestro porteño Jorge Newbery, también. Y hay otros. Pero Sarmiento fue, quizá, el más abarcador de los intuitivos. Su mente fantasiosa lo lleva a intuir la modernidad en numerosos aspectos de la sociedad y de la gestión de gobierno. A veces, su temperamento levantisco, parcial y autoritario desluce sus intuiciones geniales. Cuestión de modos. Pero la intuición sigue allí, provocadora e innegable. Otras veces intuye por analogía respecto de situaciones que ha visto en los Estados Unidos. Y aún en este caso, intuye en ciertas conductas e instituciones de aquel país, el modelo global que será años después, para bien o para mal del planeta.
En este marco de anticipaciones, no falta una visión moderna del patrimonio monumental y su valor social. Ella quedó plasmada en un texto de rico contenido que analizaremos. Se trata del discurso que Sarmiento pronunció el 24 de septiembre de 1873, en su condición de Presidente de la Nación, al inaugurar la estatua ecuestre del Gral. Manuel Belgrano, en la plaza de Mayo, obra conjunta del francés Carrier-Belleuse y del argentino nativo Santa Coloma. Seguimos la versión íntegra publicada por “La Nación” en su número especial del Centenario de Mayo, en 1910. Manuel Gálvez, al comentarlo en su biografía clásica de Sarmiento, dice: “Hay en esta figura mucha animación y vida, pero difícilmente se encontrará en ella una idea nueva”. Gálvez se equivoca, acaso porque desconocía la cuestión del patrimonio, o, acaso, porque este raro biógrafo no perdía ocasión de disminuir a su biografiado. Lo curioso es que, cuando Gálvez escribió la biografía del que llamó “hombre de autoridad”, ya existía la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos y, pese a que la orientación historiográfica de aquel Cuerpo no sería del agrado del escritor, había un cierto ambiente de ideas y de voluntades muy favorable al aprecio de los monumentos y a su misión pedagógica.
Ciertamente, Gálvez, al afirmar la falta de novedad en el discurso de Sarmiento, demostró no haber captado sus fuertes y correctas intuiciones “patrimonialistas”, como hoy las llamamos, y como en 1873 no podían sino ser precisamente eso: intuiciones de una disciplina aún no construida.
Pero analicemos la palabras del sanjuanino en el punto en que ha llegado a la presidencia de un país todavía dividido por aquellos caudillismos que Mitre, su predecesor, no había podido someter al poder central.
Dice Sarmiento:
“Llenamos uno de los más importantes deberes de la vida social, rindiendo homenaje a la memoria de los altos hechos que inmortalizan el nombre de uno de nuestros antepasados.”
Es interesante esta postulación, de entrada, del deber social de homenajear la memoria de los próceres. No se trata sólo del valor estético y ornamental del monumento escultórico del eximio Carrier-Belleuse (acompañado, en este caso, por el aporte de Santa Coloma para el caballo), quien se consagrará luego, entre nosotros, con el mausoleo sanmartiniano. Se trata de asignar a los monumentos un valor de memoria colectiva, para mantener vivas las hazañas (“altos hechos” dice Sarmiento) que ellos conmemoran, como dirá Alois Riegl, en 1902.
De este modo, continúa Sarmiento, “ante la imagen de uno de nuestros hombres públicos, repetimos este acto instintivo de nuestra especie, volviendo a lo pasado, trayendo hacia nuestra época y legando a la posteridad el recuerdo en hombres y hechos de nuestro origen como pueblo…”.
Nuevamente, el vitalismo del monumento lo hace operar no sólo en el plano “anticuario”, como una reliquia nostalgiosa, sino como un dispositivo dinámico identitario que afirma en el presente la pertenencia a una progenie histórica y que la proyecta colectivamente hacia el futuro.
Se trata de los valores rememorativos que, como antes señalé, calificará el teórico Riegl años más tarde, al justificar el “culto moderno” a los monumentos. Sarmiento ya lo intuye y lo postula con precisión.
El orador traza un derrotero histórico de los monumentos en general, remontándose, correctamente, al origen funerario de los monumentos antiguos y su relación con la memoria mortuoria:”un montículo de tierra sobre los restos mortales de un héroe fue el primer monumento humano”.
En efecto, los antiguos llamaron túmulo a aquel sitio de entierro y de memoria.
Prosigue con palabras casi calcadas de Fustel de Coulanges, en la La Cité Antique: “es hoy día aceptado que alrededor de una tumba se despertó en el hombre aún salvaje el sentimiento religioso, y empezaron a bosquejarse la familia, el orden social y las leyes”. No ha de olvidarse que Sarmiento había obtenido, en 1847, su incorporación al Instituto Histórico de Francia.
Aparece, seguidamente, el factor estético: “cuando el sentimiento artístico se hubo expresado en las formas plásticas de la belleza, la estatua suplantó al mausoleo”. Se trata del surgimiento, en la antigüedad clásica, del “monumento intencionado“, en palabras de Riegl. ¿Y se trata, también, de un atisbo de la Kunstwöllen? Quizá. Sarmiento deja en claro esta referencia, en lo intencional, al modelo monumental clásico: ”repetimos lo que Grecia y Roma hacían para perpetuar la memoria de sus héroes, de sus padres y de sus grandes ciudadanos”.
Continúa, adscribiéndose a esa escuela historiográfica que perfeccionó, entre nosotros, Bartolomé Mitre, y que denominamos de los “grandes hombres”, cuyas virtudes excelentes y ejecutivas, impregnan a un pueblo y a una época. Pone el ejemplo de George Washington y, enseguida, de Belgrano: “hace cincuenta años que desapareció de la escena y no ha muerto sin embargo”. Nuevamente, la perduración a través de la memoria colectiva.
Sigue: “Apenas se conserva el recuerdo de la casa en que nació aquí y todas las ciudades y pueblos argentinos lo reclaman como suyo”. Es interesante esta alusión a un solar histórico cuya casa, para 1873, todavía existía en pie hasta su demolición, a finales de los años 30. Pero la memoria belgraniana, a juicio de Sarmiento, trasciende la materialidad de un edificio natal: estamos, pues, en el ámbito de “lo intangible” como núcleo de patrimonio, y de la “apropiación” como señal legitimadora del patrimonio. Bien dice Sarmiento, los pueblos y las ciudades de la Argentina han hecho ”apropiación” de la figura de Belgrano, se identifican con el gran hombre: “dos millones de habitantes desde ahora lo aclaman padre de la patria”. Curioso título el de “padre de la patria”, en singular. Es bien interesante resaltar esta circunstancia histórica de la construcción de nuestro panteón nacional de héroes, todavía no fijado en su canon definitivo: San Martín, aún no repatriado, será, en breve, el padre de la patria por antonomasia, desplazando de ese título a los otros próceres.
Sarmiento sigue con un relato rápido de la vida de Belgrano y pone en sus acciones patrióticas y desinteresadas “la base firme en que se asienta la estatua que hoy levantamos en su honor”. Lo jerarquiza junto a otros dos argentinos: a Rivadavia y al Gral. Paz. Llamativamente, omite a San Martín, a quien Sarmiento había visitado en Francia. Recordemos que San Martín había legado su sable a Rosas, un acto que a Sarmiento debió parecerle poco menos que abominable.
Prosigue el discurso con la inauguración formal y ritual del monumento. Nuevamente aparece el valor vivo del patrimonio y su perduración: “en nombre del pueblo argentino abandono a la contemplación de los presentes la estatua ecuestre de General don Manuel Belgrano y lego a las generaciones futuras en el bronce de que está formada, el recuerdo de su imagen y de sus virtudes.”
Aquí debe anotarse otro aspecto, subsidiario y pedagógico, del patrimonio monumental, bien captado por Sarmiento: al componente de memoria se une un componente de iconografía: “el recuerdo de su imagen”, es decir, tal cual era en vida el aspecto de Belgrano. Más allá de la previsible estilización y embellecimiento que ofrece la pintura y la estatuaria de la época, en 1873, nuestro país comienza a fijar el canon iconográfico de sus próceres, en un proceso que llevarán al máximum de su demanda plástica, Adolfo P. Carranza y Enrique Udaondo, principalmente. Y entrando, pues, en el terreno de la iconografía, Sarmiento agrega, para referirse al gesto con que Belgrano ha sido representado por Carrier-Belleuse: “el artista ha conmemorado un hecho casi único en la historia y es la invención de la bandera… conduciéndola el mismo inventor como portaestandarte.”
Sigue una exaltación de los campos gloriosos donde tremoló la enseña patria en señal de libertad y de soberanía. En ese contexto, Sarmiento vincula la insignia del monumento con el lugar de su emplazamiento, aunque no ocupe hoy la “centralidad” a que alude, ya que poco tiempo después fue movido a su actual sitio: “Por este acto elevamos una estatua en el centro de la plaza de la Revolución de Mayo al General portaestandarte de la República Argentina.”
Esta asociación feliz de monumento y locus (idoneo loco, lugar adecuado, dirían los romanos) ya había sido ensayada en 1862, cuando se erigió la estatua ecuestre de San Martín en la plaza de su nombre, donde antes se asentaron los cuarteles de los granaderos.
Sarmiento continuó su discurso y no ahorró las previsibles y envenenadas execraciones a Rosas y, más presente, a López Jordán que, en Entre Ríos, resistía a la autoridad nacional. Pero eso ya no concierne estrictamente a la cuestión del patrimonio.
- Abogado especializado en normativa del patrimonio monumental, e historiador. Profesor del Instituto.