Palabras de presentación de “El Concilio Vaticano II y los judíos”
* Por Norberto Padilla en CUDES, 27/06/2016
Dos cincuentenarios confluyen para que hoy estemos aquí presentando este libro.
En 1962, por iniciativa de Marshall Meyer y un grupo de rabinos y dirigentes comunitarios, fue fundado el Seminario Rabínico Latinoamericano. Desde entonces es un centro de excelencia de formación, estudio, servicio y diálogo, y como me dijo alguien una vez, de una exitosa exportación argentina no convencional, la de rabinos para América Latina e incluso los Estados Unidos.
El otro cincuentenario es en realidad de un trienio. Ese mismo año 1962, San Juan XXIII inauguró el Concilio Vaticano II, acontecimiento que calificó de “un nuevo Pentecostés”. Fallecido antes de la iniciación de la segunda sesión; lo sucedió el Beato Pablo VI, que lo condujo en las tres sesiones siguientes hasta su final, el 7 de diciembre de 1965. En esos últimos días del Concilio, se aprobó la Declaración “Nostra Aetate”, cuyo número 4 está dedicado a la relación con el judaísmo.
En un documento reciente de la Comisión vaticana para las relaciones religiosas con el Judaísmo leemos:
- “Nostra Aetate” (Nº.4) puede catalogarse muy bien entre aquellos documentos del Concilio Vaticano II que han sido capaces de originar, de forma particularmente incisiva, una nueva dirección dentro de la Iglesia Católica. Este cambio en las relaciones de la Iglesia con el Pueblo Judío y el Judaísmo, aparece muy claro si recordamos las grandes reservas que anteriormente existían por ambos lados, debidas en parte a que la historia del Cristianismo se juzgaba discriminatoria de los Judíos, llegando a incluir intentos de conversión forzada (cf. “Evangelii Gaudium“, 248). El trasfondo de esta conexión compleja reside, entre otras cosas, en una relación asimétrica: los Judíos, en cuanto minoría, tenían que confrontarse a menudo con y en dependencia de una mayoría Cristiana. La sombra oscura y terrible de la Shoah sobre la Europa del período Nazi causó la catástrofe que llevó a la Iglesia a reflexionar de nuevo sobre sus vínculos con el Pueblo Judío.
- El aprecio fundamental expresado en “Nostra Aetate” (Nº.4) por el Judaísmo ha facilitado, no obstante, que las dos comunidades, que anteriormente se confrontaban con escepticismo, llegasen -paso a paso con el correr de los años- a considerarse compañeros fiables e incluso buenos amigos, capaces de afrontar juntos las crisis y de negociar los conflictos positivamente”. Este medio siglo se refleja muy bien en el título de las “reflexiones sobre cuestiones teológicas” que cité, con las palabras de San Pablo: “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.
A su vez, a partir de la iniciativa de veinticinco rabinos de Estados Unidos, Europa e Israel, a la que adhirieron nada menos que otros dos mil, muchos pertenecientes a la corriente ortodoxa, se dio a conocer el documento “Hacer la voluntad de nuestro Padre en el cielo: hacia una asociación entre judíos y cristianos”, en el que se afirma que éstos tienen “una misión común, basada en la Alianza, para perfeccionar el mundo bajo la soberanía del Todopoderoso”, ya que “ninguno de nosotros puede llevar a cabo la misión de Dios en este mundo por separado”.
Es por todo ello que el Seminario Rabínico Latinoamericano quiso dedicar un libro celebratorio de sus bodas de oro no a alguno de los muchos y relevantes temas internos de la historia y tradición judías, sino al Concilio Vaticano II y los judíos. Esto habla del camino recorrido y anticipa el que se seguirá recorriendo, fieles a la propia identidad, con un compromiso irreversible de hacer camino juntos. Es así para la Iglesia Católica y lo es para sectores cada vez más amplios del judaísmo, aunque no carezcan de importancia los reacios a este encuentro, cuyos tiempos habrá que respetar y estar siempre dispuestos a dar los primeros pasos para el diálogo.
Aunque no alcance a reseñar todo lo que este libro nos ofrece, empiezo por los trabajos de los dos editores y compiladores (magna opera, de por sí). Abraham Skorka examina “Nostra Aetate”, los documentos siguientes y sus consecuencias, como los estudios sobre el judaísmo de Jesús o las referencias a los fariseos en el Nuevo Testamento. Con cita de Maimónides, Skorka valoriza el aporte del Islam junto con el judaísmo y el cristianismo para la formación de los valores culturales de gran parte de la Humanidad, así como para erradicar las concepciones paganas de los pueblos, quizás hoy la de tantos ambientes donde es como si Dios no existiera o no importara. Stofenmacher descubre, para mí seguro, y para muchos imagino que también, la Conferencia de Seelisberg, Suiza, a solamente dos años del final de la II Guerra Mundial, 1947, que reunió a líderes judíos, protestantes y algunos católicos, entre ellos el Abbé Charles Journet, gran teólogo suizo a quien Jacques Maritain, por encargo de Pablo VI, logró convencer de que aceptase ser cardenal y colaborara en tal carácter en la elaboración de los textos conciliares. El ilustre Jules Isaac, más de una vez citado en este libro, fue el :e dieciocho Proposiciones que la Conferencia sintetizó en diez. Resisto la tentación de repetirlos; basta que diga que están reflejados en “Nostra Aetate” y en el trabajo posterior. Es la mejor demostración de que los procesos son largos, hay un trabajo previo que se desconoce a menudo, y por eso encuentro tan valioso este capítulo.
No puedo sino detenerme en el capítulo sobre los “cincuenta años de relaciones positivas con el Judaísmo”, que debemos a quien fue protagonista de muchos de esos pasos, como el de la memorable visita de Juan Pablo II a la sinagoga de Roma, el ya fallecido cardenal Jorge Mejía. Nos cuenta, con ese estilo tan suyo, que como profesor de Antiguo Testamento quiso seguir los cursos de hebreo moderno en el ulpán de la calle Paraguay (esto es antes de la creación del Seminario Rabínico) y evoca su actuación como experto del Concilio, desde donde enviaba crónicas quincenales para la revista que dirigía, “Criterio”, que ayudaron a muchos, me incluyo por cierto, a comprender y amar el momento de gracia, de Pentecostés, que vivía la Iglesia. La revista “Criterio” fue difusora calificada de la etapa conciliar y la tan difícil que la siguió, dentro de la que la relación con el judaísmo era tan destacada que figuraba como entre las entradas de los índices anuales. En mi capítulo, “Rostros, gestos y palabras de un reencuentro”, “Criterio” es uno de los tres ejes en los que fui testigo y con el tiempo partícipe, de la relación con los hermanos mayores; los otros dos son el órgano del Episcopado para las relaciones ecuménicas con el judaísmo y el diálogo interreligioso, con el que colaboré cuatro décadas, y la Secretaría de Culto, primero como asesor del Dr. Angel Centeno y luego, durante la presidencia del Dr. De la Rúa y de Adalberto Rodríguez Giavarini canciller, como titular de la Secretaría. Tanto Skorka como Mejía recuerdan a figuras de la dimensión de los cardenales Agustín Bea, jesuita, que estuvo en el punto de partida bregando para que “Nostra Aetate” saliera a la luz, y Walter Kasper, designado por Juan Pablo II en el cargo, desde el cual hizo tan notable trabajo en las relaciones ecuménicas y con el judaísmo, y que nos visitó en varias oportunidades. Mario Rojzman, actualmente en los Estados Unidos, rinde un conmovedor homenaje a monseñor Justo Oscar Laguna, un artífice del diálogo entre judíos y católicos, así como a Juan Pablo II. Al papa polaco se refiere, con un humor tierno y fino, el rabino Marcelo Polakoff, que evoca también su cálido (aunque empapado por la lluvia) encuentro con Benedicto XVI. El presbítero Rafael Braun, sucesor de Mejía en “Criterio”, participante de numerosas sesiones de diálogo judeocatólico, evoca iniciativas y aportes como los de Ruth Sandler y Reuben Nissembom. Lo bueno es que hay nombres que se repiten y otros que trae cada autor, superando entre todos las inevitables celadas de las propias memorias. Entre esos nombres quisiera citar al cardenal Quarracino, que espera la resurrección bajo el memorial de la Shoah en la Catedral Metropolitana, y a la Hermana Alda, de Nuestra Sra. de Sión, infatigable, encantadora, inflexible, maestra, en especial hacia el interior de la Iglesia, de “Nostra Aetate” cuando aún estábamos en los primeros tramos de la ruta.
El también fallecido José Miguez Bonino, metodista, observador en el Concilio, nos trae el complejo tema de la recepción de éste en América Latina. Daniel Goldman aporta un decálogo necesario para todo diálogo, no solamente el interconfesional. Cito esta frase sobre el diálogo, respetarlo “significa comprender los tiempos y espacios del otro, dentro de los tiempos y espacios de uno mismo”, y agrego que él, junto al P. Guillermo Marcó y Omar Abboud lo han puesto en práctica con el Instituto de Diálogo Interreligioso y el curso de Valores Religiosos, por el cual tuvo mucho aprecio el hoy obispo de Roma cuando estaba en Buenos Aires. Celina Lértora Mendoza plantea si la Declaración “Nostra Aetate” fue un cambio o una corrección de rumbo en la relación de la Iglesia y los judíos, y contesta recurriendo a la tradición, al Concilio de Trento y a la práctica, por ejemplo, si se podía bautizar a niños judíos sin permiso de sus padres (no se podía, pero claro, a los siete años el niño ya decidía por sí, tenía uso de razón, y de eso habrá habido uso y abuso, a lo cual se refiere la autora). El pastor adventista Carlos Cerdá se detiene en la tarea común en un mundo con exceso de individualismo, en que las religiones deben aportar a los valores, pero a condición de “mantenerse en el ámbito privado”, lo que tiene el riesgo de excluir a las confesiones del debate público, donde tienen mucho que aportar al bien común sin por eso pretender un monopolio ético ni asumir el control político-social. Carlos Escudé nos habla de las disposiciones bíblicas y canónicas respecto de la admisión de personas con ciertas discapacidades físicas al ministerio, que afortunadamente en una y otra tradición se han superado; interesante este paralelo.
Dos autores nos conducen a la figura del rabino Abraham Ioshua Heschel; por un lado Alejandro Bloch, que se refiere también a Dom Soloveitchik, y Ernesto Yattah, que revela nada menos que los encuentros con el cardenal Bea y su directa influencia en el capítulo que aquí nos interesa de “Nostra Aetate”.
Por lo que a los testimonios se refiere, a los ya mencionados agrego los de Mons. José María Arancedo, presidente de la Conferencia Episcopal, los rabinos Guillermo Hendler, Guillermo Bronstein y Michel Schlesinger, los dos últimos, respectivamente, de Perú y Brasil, de Leonardo Tomchinsky Galanternik sobre la juventud como fundamental para el futuro del diálogo. A su vez, el rabino Shmuel Szteinhendler da su testimonio sobre el International Council of Christians and Jews, que reúne a cuarenta organizaciones nacionales. En 2014, agrego, llevó a cabo su congreso anual en Buenos Aires, juntamente con la Confraternidad Argentina Judeo Cristiana, que preside Martha de Antueno.
Dejo para el final el testimonio del rector de la UCA, hoy Arzobispo, monseñor Mons. Víctor Fernández, que destaca la colaboración de la Facultad de Teología, de la que fue decano, y el Seminario Rabínico, así como actividades de la Universidad con la DAIA y la celebración interconfesional de la Pascua judía con la participación de directivos, docentes y alumnos, en 2012. Esto me lleva a mi propio capítulo, que originalmente concluía con el e-mail del rector, con la gratísima sorpresa, de la designación de Abraham Skorka como doctor honoris causa: el primer judío en recibir esta alta distinción, que además se otorga en casos excepcionales, y dentro de la celebración de las bodas de oro de la UCA presididas por el Gran Canciller, Cardenal Bergoglio. Así terminaba mi capítulo: “Imposible mejor final para esta seguramente muy imperfecta memoria de medio siglo”. Sabemos cómo siguió la historia, unos meses después, el 13 de marzo de 2013, quien compartía con Skorka el programa de televisión “Razón y fe”, en el que participaba, además, el evangélico Marcelo Figueroa, era elegido obispo de Roma y 267 Sucesor de San Pedro. Afortunadamente pude añadir un nuevo final, dejando intacto el anterior, “Al segundo año de Francisco como papa”. La mejor ilustración está en este mismo libro, cuyo primer capítulo es firmado por el cardenal Bergoglio, quien agregó posteriormente un prefacio “Desde Roma”, ya como Su Santidad Francisco. Como tal, se confundió en un abrazo cuya imagen se hizo planetaria, con Abraham Skorka y Omar Abboud ante el Muro de los Lamentos, y plantó olivos en los jardines vaticanos junto con el Patriarca Bartolomé y los presidentes Peres y Abbas como anhelo de una paz justa y duradera entre israelíes y palestinos, que llegará en el momento que sólo conoce el Señor, a quien las tres religiones reconocen como Misericordioso, pero cuya concreción requiere esfuerzo, paciencia y grandeza de todas las partes y de la comunidad internacional.
El libro, también en los documentos que se pueden consultar en la última parte, refleja las esperanzas, los logros, los dolores y también las desconfianzas y frustraciones, inevitables puesto que hay una herencia que asumir, y dificultades con que lidiar para este encuentro y descubrimiento de ser hermanos, para los cristianos, cito al Papa, en un diálogo y una amistad que son parte de la vida de los discípulos de Jesús. Libros como éste y actos como el que nos reúnen hoy en esta sede del CUDES, son inestimables credenciales de un compromiso común. Los tres últimos papas, ya que Francisco lo hará en semanas más, se detuvieron ante los vestigios del Mal Absoluto, en Auschwitz Birkenau. Los tres han estado ante el Muro de los Lamentos y en el Memorial de Jad Vashem, en la sinagoga de Roma, y Benedicto XVI, además, en la de Colonia. Juan Pablo II citó a un rabino, el de Roma, Elio Toaff, en su testamento. El kosher ha entrado a la residencia papal, algo que tampoco se hubiera atrevido a imaginar Jules Isaac. Parecen detalles anecdóticos, pero son más que eso. En el continente, el Documento de Puebla, 1979, introdujo, seguramente por intervención de Jorge Mejía, referencias a la relación con el judaísmo, en sintonía con “Nostra Aetate”. Pero en Aparecida, 2007, un argentino, Claudio Epelman, fue el primero del judaísmo en ser observador en la reunión del episcopado latinoamericano y el Caribe. En Buenos Aires en 2004 se reunió el International Liaison Committee judeo cristiano, con presencia de cardenales, obispos, rabinos y sacerdotes, como Rafael Braun, laicos como el inolvidable argentino primer embajador de Israel ante la Santa Sede, Shmuel Haddas, Roberto Bosca y quien les habla. El tema era “Tzedek- Tdezaká”, justicia y caridad, y pudimos escuchar y ver a un rabino, Alejandro Avruj y a un sacerdote, Pepe Di Paola, trabajando juntos a favor de los más necesitados. Solo días pasados el rabino Nussbaum firmó, junto con autoridades religiosas católicas, cristiano-ortodoxas y evangélicas, y del Islam, el Libro de Honor de la Casa Histórica de Tucumán, tras reunirnos en este Bicentenario patrio para orar a Dios “fuente de toda razón y justicia”. Es que los argentinos tenemos una experiencia de diálogo interconfesional que en tantos lugares del mundo es imposible e impensable. El Papa es fruto y promotor de esta experiencia con la autoridad religiosa y moral de su persona y de su ministerio de ser pontífice, o sea, constructor de puentes. Con sus palabras termino esta ya demasiado extensa presentación: “caminar con respeto y afecto en la presencia de Dios y procurando ser irreprochables”. Todo un programa que nos desafía e interpela.