“Lucía Gálvez (1943-2023). Una historia de amor a la historia argentina”, por ROBERTO BOSCA
Por Roberto Bosca
Profesor y director académico del ICC – Instituto de Cultura
UNA HISTORIA DE AMOR A LA HISTORIA ARGENTINA
LUCÍA GÁLVEZ (1943-2023)
Mencionarlo parece casi una cualidad cronológica y hasta ornamental: fue la primera profesora de la diplomatura. Se podría leer como una noticia pueril, un dato histórico. Sin embargo, no se trata de una referencia ociosa. Simplemente porque para mí significó bastante más que eso; forma parte de un nacimiento del que conformó el vacilante latido de un primer hálito de vida.
Sucedió hace catorce años, en vísperas de la celebración del bicentenario de la revolución maya. Con un café de por medio, en una lejana siesta estival y entre los añosos y venerables aposentos del Club del Progreso, hube de explicarle a Lucía el futuro programa, que en realidad recién estaba muy en ciernes; pero ella, aún en borrador y casi sin conocerlo, adhirió de inmediato.
Cuando otra calificada opinión me había advertido que la iniciativa iba a fracasar, la resuelta actitud de Lucía alumbraría en mi interior y en ese momento inaugural un verdadero acto de fe en un proyecto nonato que me alentó a seguir adelante con confiada esperanza.
Por esto, este recuerdo agradecido quiere ser un testimonio vivo de que como en tantas otras cosas, y a partir de ese momento, Lucía Gálvez abrió un camino. Puso al servicio de sus clases su talento, su espíritu dialogal y siempre bien dispuesto a explorar nuevas realidades, también su saber, y ese particular encanto de alguien a quien caracterizan unos rasgos de personalidad que no se encuentran todos los días sino muy de vez en cuando.
Sus incursiones en el nuevo emprendimiento no fueron las tradicionales que los alumnos esperaban y estaban acostumbrados a escuchar; estuvieron enmarcadas por la creatividad. Es que, como los buenos profesores, ella no enseñaba con los contenidos sino con su entera persona.
Una enseñanza viva
En una de esas inolvidables primeras experiencias pedagógicas de la diplomatura, Lucía dividió a los alumnos en grupos para que compartieran sus diversos pareceres sobre un tema controversial. Era su forma de mostrar su aprecio por la reflexión, pero sobre todo su amor a la libertad y a la pluralidad de enfoques y perspectivas que marcó toda una impronta en el programa.
Al terminar otra sesión de historia del periodo hispánico sobre las misiones jesuíticas, y como por arte de magia, apareció un clavecín (un viejo instrumento del barroco) en el escenario. Entonces, ante el desconcierto de los alumnos, dos jóvenes músicos interpretaron partituras que cantaban los indios guaraníes en las reducciones, quizás trescientos años atrás. Toda una lección de historia cuajada de arpegios y semitonos.
En una tercera vez y con ocasión de otra de sus intervenciones, las sorpresas continuaron cuando al finalizar una clase sobre las guerras civiles argentinas, Lucía abrazó una guitarra y entonó un cielito por la muerte de Dorrego. La música y la letra transmitieron vivencias que nunca podrían proporcionar los datos. Estoy seguro de que quienes las escucharon no olvidaron fácilmente estas clases de los primeros tiempos del programa.
Su amor a la historia patria no fue una elección academicista y esa peculiar sensibilidad se percibe con nitidez en su creatividad. La argentinidad no la aprendió Lucía en la escuela, la llevaba en sus entrañas. La sangre y la tierra conformaban en ella la etnia de una unidad inextricable.
Descendiente con Juan de Garay en los comienzos fundacionales de la nación, su familia provenía de una saga privilegiada. Muchas veces me habló con sencillez y unción de su abuelo Manuel Gálvez, con un tono siempre despojado de todo aire ditirámbico y rocambolesco.
El valor de la ejemplaridad
Cuando me regaló sus cuatro gruesos tomos de memorias, de los que di buena y minuciosa cuenta durante una gripe que me recluyó en cama, aprendí a conocer en profundidad a este hombre extraordinario, numen de las letras argentinas, con el que pude establecer profundas y estables influencias intelectuales y espirituales. Ella lo sabía muy bien cuando con su cálido decir me hizo saber: Roberto, si mi abuelo viviera sería tu amigo.
Lo recordábamos en una clase reciente, con motivo de su participación en el Congreso eucarístico internacional del año 1934, todo un acontecimiento que marcó una época estelar de la esencia y la tradición espiritual de la nación. Como parte de una generación áurea, Gálvez fue un grande de la cultura nacional, cuyos libros se vendían por cientos de millares incluso en el extranjero.
Cuando como editor de la Fundación Carolina formé un consejo consultor, me dio mucho gusto que Lucía estuviera allí presente junto a otras personalidades de la intelligentsia y el mundo académico, algunas de los cuales más tarde pasaron a ser profesores del instituto.
La mujer en la historia
Durante una presentación de la colección de libros de la fundación escuché a Enrique Zuleta Alvarez referirse a la abuela de Lucía como una verdadera teóloga por la profundidad de sus conocimientos y la hondura de sus ensayos y otros frutos literarios. Miembro de otra familia de notables, Delfina Bunge de Gálvez, esposa de Manuel, prolífica escritora de apreciadacalidad, fue amiga de Lucrecia Sáenz Quesada de Sáenz, Victoria Ocampo y Alfonsina Storni, entre otras personalidades de la vida cultural de su tiempo.
La producción historiográfica de Lucía comenzó a la mediana edad, cuando una vez criados los hijos pudo poseer la disponibilidad requerida por las exigencias de la profesionalidad de la vida intelectual.
En los pasos de su abuela, la mujer ocupó entonces un lugar de preferencia como sujeto y protagonista de la historia nacional. Para Lucía no había datos sino personas, sin las demasías propias de las corrientes del género. La mujer ingresó con ella en los estudios de la historia patria imprimiéndole un sentido más plenamente humano.
Se notaba que ella no hablaba ni escribía como un si estuviera relatando una nuda realidad, sino que la vivía, la sufría y la gozaba, porque sentía que el pasado estaba en sus entrañas y era parte de sí misma. El pasado, el presente y el futuro representaban una única realidad en su fructuoso devenir existencial.
Lucía Gálvez, que con su hondo sentido humano supo describir escogidas historias de amor de la historia argentina, es también el ejemplo de un amor a la historia y a la patria. La historia de Lucía es una historia de amor, y su obra y su vida lo muestran con elocuencia.
Si esto es así, lo es porque supo asumir la pasión de ese amor incandescente, que en ella se concreta en la historia patria, en la historia nacional, porque esa dilección por la historia no se entiende sin su argentinidad. Si amó tanto su historia, fue porque primero amó con sereno ardor a su argentina patria.
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