El gozo de escribir


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El gozo de escribir Compartí

* Por Juan Francisco Baroffio

El 4 de octubre el santoral de la Iglesia Católica recuerda a San Francisco de Asís. Particular afecto profeso a este admirable y antiguo santo. Mi segundo nombre se debe a él por una devoción de mi madre hacia los belenes. Y por esas coincidencias mínimas, pero que son nuestras delicias humanas, il poverello d’ Assisi había sido bautizado como Juan. Juan Pietro Bernardone.

Como ya dije, siento un afecto especial por él. Desde pequeño supe que era “mi” santo. Mi abuela me llevaba a la Iglesia de San Francisco todos los días y me lo recordaba. Y este recuerdo infantil con la amada abuela tampoco puedo dejar de asociarlo con mi vida literaria: el segundo librito que leí de pequeño (el primero había sido Los tres chanchitos), fue un cuentito para niños sobre la vida de San Francisco. Tendría unos cuatro años, pero lo recuerdo como el día de hoy. Esas cosas que nos marcan de niños y que nos acompañan más allá de la vejez.

Pensando en este hombre tan admirable, de quien alguien alguna vez dijo que era el santo más humano de todos, recordé una de sus facetas desconocidas. Estamos acostumbrados a pensar en San Francisco como en un precursor medieval del hipismo. Un santurrón, con cara de chupetín relamido, rodeado de animalitos naif. San Francisco, el más humano de los santos, fue un hombre lleno de tribulaciones, miedos y debilidades. ¿Qué lo hace admirable entonces? Que a pesar de estas falencias su fe era tan grande que inspiraba a los hombres y ahuyentaba a los demonios.

Pero San Francisco, más allá de los estigmas, los milagros y el misticismo, fue un artista. Su Cantico delle Creature, fue la primera gran obra poética de la Italia septentrional. Francisco de Asís, como escritor, nos enseña que la literatura puede elevar el espíritu -del que escribe y del que lee- a límites insospechados. La creación literaria puede ser tan sublime que es capaz de llevar gozo al espíritu. Y ese gozo de la creación literaria comparte muchas cosas con la plegaria. En primer lugar, la soledad. Hemingway, al recibir el Nobel de literatura dijo: “Writing at it’s best, is a lonely life”. Y vaya si es solitaria la vida del escritor. Aunque no sea de la forma trágica que expresaba Ernest, escribir es un acto solitario; por el simple hecho de no distraerse, uno se encierra y se abstrae del mundo para escribir.

Y cuando estamos solos nos enfrentamos a fantasmas. El primero es siempre la hoja en blanco. Ya sea en papel o digital nos presenta un desafío burlón. “¿Acaso creés que podés escribir algo?”. La primera frase es la más terrible de enfrentar. Es la que en definitiva dará comienzo. Aunque uno sepa el rumbo, no hay camino sin principio. Abrir esa primera puerta no siempre nos lleva a donde queremos. Lo mismo ocurre con la oración a la deidad a la que está dirigida.

Desnudar el alma. Abrir heridas. Dejar salir a los monstruos. Siempre es un riesgo, porque a veces uno no puede volver a encerrarlos. Como con los pecados, que se expían con la oración, los monstruos del alma se pueden expiar con la literatura. No importa que se pretenda enmascarar y disimular. No importa que se escriba una historia pensando lisa y llanamente en un estudio de mercado. “Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido”, nos recuerda ferozmente Michel Houellebecq.

Si uno piensa en el misterio de Dios, uno se siente pequeño, insignificante. Mas el arte, la creación artística, es capaz de acercarnos e igualarnos a la partícula más infinitamente pequeña del poder creador de Dios. Porque no hay otro momento, como en la creación artística, en el que un hombre pueda crear algo de la nada. Hay gente que se deslumbra con los paisajes naturales. Quedan estupefactos ante montañas altísimas y sus colores. Si creemos que eso lo hizo una deidad todopoderosa, pierde un poco su encanto. ¿La montaña más alta de la Tierra? Esa deidad todopoderosa podría haberla hecho más alta. Una pintura, una escultura, una poesía, incluso la más modesta construcción, me causan admiración y sobrecogimiento. Porque pienso en el ser imperfecto, finito, limitado que pudo hacerlo. ¿Una pintura de quinientos años? ¿Un salmo de tres milenios? ¿Una insignificante iglesita del siglo XVII? ¿Unas manos dibujadas en el interior de una caverna milenaria? Eso me transmite el gozo del espíritu humano. Esa vitalidad creadora. ¿Qué eran todas esas cosas antes? Nada. No existían más que en una idea. Y el hombre, con sus límites y falencias, las crea de esa nada.

El Libro del Génesis nos dice que en el principio solo existía la Palabra y que de Ella todo fue creado. Cuando no existía nada, sólo existía una idea emanada de un ser todopoderoso. La palabra que expresaba esa idea, creó todo. Cuando escribimos, participamos de ese instante de los instantes.

Escribir, al fin y al cabo, eleva tanto el espíritu del hombre como una plegaria. Y en definitiva, la literatura también puede ser una plegaria. San Francisco de Asís, escritor, lo sabía.