Controversias argentinas: Urquiza y Buenos Aires


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* Por Isidro J. Ruiz Moreno

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Cuna e impulso de la Independencia desde 1810, la antigua capital virreinal devenida en la de las Provincias Unidas sufrió con el correr de los años las variantes políticas naturales de una Nación que buscaba su forma de Gobierno. Esta cuestión se tradujo en triunfos y derrotas para el predominio que mantuviera en los primeros tiempos. Una de ellas fue que dispuso la reunión de un Congreso General en Tucumán (a través del Estatuto Provisorio en 1815, elaborada por la “Junta de Observación” integrada por porteños), el cual declaró formalmente lo vivido hasta entonces y nombró al Jefe del Estado. Los reclamos de las provincias del Litoral causaron la caída y desaparición del Gobierno Central en 1820.

No obstante, Buenos Aires seguía siendo la porción argentina más rica y civilizada del país, mostrada a través de la gestión del ministro Rivadavia. Modelo para el Interior, el péndulo de los sucesos volvió a encumbrarla cuando la ciudad del Plata fue la sede de un nuevo Congreso, para completar la organización nacional mediante el dictado de una Constitución. La asamblea eligió también al Presidente de la ahora nombrada República: el mismo Rivadavia.

Pero fracasó el ensayo: la paralela guerra contra Brasil influyó en los trabajos, que derivaron en el antagonismo –como en 1819- de las provincias interiores encabezadas por el mandatario cordobés Bustos, más atento a destruir el orden interno que a sostener la contienda contra el extranjero. El resultado fue la disolución de los poderes nacionales y la pérdida de la Provincia Oriental.

Tras una serie de consecuencias traducidas en nuevos enfrentamientos armados de los provincianos contra los porteños (Lavalle contra López, Paz contra Quiroga), el triunfo de los federales se consolidó en 1831 cuando todas las partes de la Argentina, con la nueva denominación de Confederación, se comprometieron a cumplir el pacto celebrado el 4 de enero de ese año por las provincias del Litoral. Este imponía la necesidad de convocar otro congreso, que organizaría al país bajo el sistema triunfante, vencidos como fueron los ensayos de un régimen político unitario. Se remarcaban en el Pacto Federal pocos -pero fundamentales- aspectos a imponer en el futuro Congreso Constituyente: la navegación de los ríos interiores (entiéndase, el Paraná), el comercio y la distribución de la renta externa, que cobraba la aduana de Buenos Aires hasta entonces en beneficio propio, además de la consabida protección a la soberanía y libertad de cada una de las Provincias.

Surgió en tales tiempos en la ciudad platense la figura de Juan Manuel de Rosas como Dictador, consecuencia del otorgamiento de la “suma del Poder público” por parte de la Legislatura provincial. Con el propósito de afirmar el predominio de Buenos Aires sobre la Confederación, y contando con mayores fuerzas, este gobernante se negó a cumplir el pacto y a reunir el congreso, considerando que por su medio Buenos Aires perdería influjo. Desde entonces impuso una dura represión a todos los que proclamaron la necesidad de que la Argentina contara con una Constitución, y calificó por igual de “unitarios” (y “salvajes”) a cuantos anhelaban llevar a la práctica aquellos postulados, aunque fueran de los primeros y más destacados defensores de un sistema que el mismo Rosas proclamaba defender.

Esta tergiversación llevó a iniciar una campaña en contra del dictador, que debido a sus crueles métodos de represión se convirtió en un tirano. Impuesto por la fuerza de las armas, al cabo de la larga guerra que agotó los recursos de las provincias levantadas en su contra, el gobernador de Buenos Aires hubo de convertirse (en 1850) en “Jefe Supremo” de la Confederación Argentina.

El general Urquiza, gobernador de Entre Ríos, puso fin a ese estado de cosas al derrotar a Rosas en la batalla de Caseros, el 3 de febrero de 1852. La finalidad del vencedor era el cumplimiento del Pacto Federal.

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El jubiloso desfile del Ejército Grande Libertador en Buenos Aires, el 19 de ese mes de febrero, y la alegría de los días subsiguientes por la desaparición de la tiranía, permitió imaginar que la reconciliación de la familia argentina era definitiva. Urquiza repitió que su propósito era reunir el Congreso, y para ello convocó a una inédita reunión de gobernadores en San Nicolás de los Arroyos, los cuales suscribieron un “Acuerdo” que organizó la composición y finalidad de la asamblea.

Pese a lo esperado, Buenos Aires, a través de su Legislatura, se opuso a lo acordado, y en 1852 como en 1832, resistió la organización constitucional de la Argentina. Contra el deseo de la Nación -muchos porteños sostenían el credo federal, antes mistificado por el caído dictador- se alzaba esta provincia para mantener sus privilegios y la dirección del país.

Resurgía la controversia en la Argentina. Ahora el enemigo de Buenos Aires era el general Urquiza, el conductor del ideario nacional. Resultaron inútiles varias tentativas pacíficas e incluso apelar a la fuerza, para cambiar la irreductible posición de las autoridades locales. La provincia fracasó en su propósito de conmover por las armas a Entre Ríos. Entonces Urquiza decidió abandonarla por el momento a sus designios, y convocar el Congreso Constituyente, que finalmente sancionó la Ley Suprema el 1º de mayo de 1853, con beneplácito del país por entero. Entonces Buenos Aires, al no poder imponerse a él por entero, como antes de Caseros, prefirió separarse y formarse como “Estado” semiindependiente. El ahora presidente de la República Argentina (ya no Confederación), el general Urquiza, se convirtió en el blanco de las peores acusaciones y calumnias.

La secesión duró hasta 1859. Antes de concluir el mandato presidencial, ante el fracaso de las gestiones para arribar a un acuerdo, el primer magistrado encabezó una campaña militar para reintegrar el territorio disidente a la plena nacionalidad. Una ley del Congreso así lo había dispuesto.

La nueva victoria del general Urquiza contra las tropas porteñas en la batalla de Cepeda, mandadas por el general Mitre, permitió suscribir el “Pacto de Unión”, en San José de Flores, que al día siguiente (11 de noviembre) fue ratificado; concluía así la existencia del Estado de Buenos Aires. El presidente Urquiza pudo entregar el mando a su sucesor al cabo de su término legal, con la Argentina reunida territorialmente.

Pero el nuevo gobernador de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, seguía alimentando la añeja ambición de que ella retomara la dirección de los asuntos nacionales. Por eso, a despecho de actos oficiales de confraternidad, se gestó otra crisis en 1861, que el presidente Derqui no supo resolver. Nuevamente se recurrió a las armas. Y si bien en la batalla de Pavón (17 de septiembre) el Ejército Nacional comandado por Urquiza, logró la retirada de las fuerzas porteñas de Mitre del suelo santafecino, circunstancias políticas surgidas entre aquellos dos dirigentes federales y un grave estado de salud del conductor militar, esterilizaron la causa nacional y condujeron a la caída y cese del Gobierno argentino que residía en Paraná (a raíz de la antigua separación de Buenos Aires). Fue la primera revolución victoriosa en la vida constitucional, y habrá que remontarse a 1930 para que se produzca otra.

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La conducción del país volvió a Buenos Aires, definitivamente, tras una década de ausencia. El general Mitre asumió la Presidencia de la Nación, el 12 de octubre de 1862.

El general Urquiza, replegado en Entre Ríos, dejó de gravitar en el Interior, sometido por las armas porteñas, que depusieron mandatarios y renovaron a sus autoridades. No cesó por ello el rencor hacia Urquiza, jefe indiscutido del Partido Federal: se pensaba en Buenos Aires que los excesos en las provincias podrían provocar su retorno a la acción, para la cual no le faltaban elementos dispuestos. Mas el antiguo caudillo valoraba sobre todo, en la nueva instancia argentina, como valor supremo para las necesidades de progreso de la República, la paz. Y a fin de lograrla, desestimó todo pedido de adhesión a los levantamientos, y mantuvo férreamente su postura de apoyo al nuevo titular del Poder Ejecutivo Nacional.

Demostración irrecusable la dio Urquiza cuando Paraguay invadió Corrientes. Contra las especulaciones de los seguidores de Mitre, se alistó decididamente entre las fuerzas que resistirían el avance del enemigo, aventando sospechas y temores de los “liberales”. El Presidente, y ahora Generalísimo de la Triple Alianza, reconoció el valor de la actitud de su antiguo adversario. Diez años lo habían sido, en los cuales se alternaron períodos, si bien cortos, de manifestaciones amistosas. Lo que Mitre no pudo controlar fue a los exaltados de su partido, que prodigaron como siempre, y contra toda evidencia, las acusaciones y dicterios hacia el Libertador de Caseros, el Fundador de la Unidad Nacional, entre los títulos que se le habían prodigado.

Los dos próceres se respetaban y admiraban las condiciones personales que adornaban al contrario, si bien en la intimidad de sus amigos no dejaban de zaherirse mutuamente. Pero un factor de enfrentamiento, al principio en términos correctos, fue dado con motivo de la renovación presidencial en 1868. La prohibición constitucional de reelegir al primer magistrado, demostración práctica del sistema republicano reconocido en el art. 1 de la Ley Suprema, en reacción a los sucesivos períodos de Gobierno ejercidos por Rosas, hizo que el general Mitre auspiciara para continuar su línea política “unitaria” a uno de sus ministros, el doctor Rufino de Elizalde, y para enfrentarlo, la candidatura del general Urquiza fue levantada por un grupo de jóvenes porteños. Porque no faltaban en Buenos Aires partidarios del entrerriano, aunque excluidos de la vida oficial, y hasta de actividades políticas.

Mitre y Urquiza cambiaron cartas, tachando el primero al segundo, y levantando los cargos este último. No debe dejar de aludirse a que se combinaron los nombres de Urquiza y del mismísimo Adolfo Alsina, otrora tan acérrimo enemigo de él, para una fórmula común, que si no tuvo eco, es elocuente para medir un cambio de posiciones en Buenos Aires.

Sin embargo, ninguno de los tres accedió al elevado cargo. Domingo F. Sarmiento, candidato inicialmente del Ejército (Lucio V. Mansilla su impulsor) fue cobrando adhesiones y finalmente triunfó.

De tiempo atrás era el verdadero odio que Sarmiento profesaba, abiertamente, contra Urquiza. No obstante esa postura conocida, el último volvió a prestar acatamiento al resultado de las elecciones y al presidente surgido de ellas: en el respeto a la Constitución encontraba el resultado de Caseros. Mitre, derrotado su colaborador, pasó a la oposición, siendo elegido senador por Buenos Aires. ¡Extraña dualidad! Que tuvo su sello público cuando el general Urquiza invitó a Entre Ríos al Presidente Sarmiento (febrero de 1870), y luego de abrazarse, el nuevo Jefe de Estado exclamó: -¡Ahora sí que me creo Presidente de la República, fuerte por el prestigio de la ley y el poderoso concurso de los pueblos! El contrapeso del conductor federal del Interior equilibraba a los tenaces disidentes que en Buenos Aires respondían a Mitre.

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Pasó el tiempo, que lima asperezas y permite aquilatar méritos.

Habían muerto casi todos los actores del proceso reseñado y otras generaciones entraron a la escena política.

En 1901, al cumplirse el centenario del nacimiento de Urquiza, se propició elevar una estatua para celebrar públicamente sus servicios a la Patria. Y cuando fue requerido el propio general Bartolomé Mitre, éste respondió que “era merecedor a este homenaje póstumo” que el país debía a su memoria.

En Buenos Aires, en el año 1956, se cumplió finalmente ese compromiso.