Con Rosas o contra Rosas: una polémica siempre vigente 


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Con Rosas o contra Rosas: una polémica siempre vigente  Compartí

 

* Por Juan Francisco Baroffio

No hay figura que haya despertado mayores polémicas que Juan Manuel de Rosas. O que aún las despierte. El historiador Antonio Dellepiane ha afirmado que sobre ningún otro personaje se han derramado tantos ríos de tinta, como sobre el antiguo caudillo bonaerense. El debate sobre Rosas no se circunscribe a los tiempos en que fue el todopoderoso gobernador y capitán general de la Provincia de Buenos Aires. Las polémicas continuaron más allá de su muerte y marcaron gran parte del debate histórico del siglo XX. Ningún otro personaje patrio ha tenido la pervivencia que ha tenido Rosas, tanto en el ámbito académico como en el imaginario popular. Porque la figura de Perón se sigue discutiendo, pero es ineludible, por existir una fuerza política con su nombre que sigue en el tapete de lo público. En cuanto a Rosas, hace más de un siglo y medio que no existe el rosismo político.

En qué contexto surge Rosas

Rosas es producto de las disputas entre federales y unitarios, que se arrastraron mutuamente a una larga y sangrienta guerra civil. Los gobiernos provinciales conocían sólo la estabilidad que le daban sus bayonetas y sus sables. Cada caudillo era un verdadero señor de la guerra y arrastraba a cuantos pudiera en una espiral belicosa sin fin. Cada hombre que tomaba las armas, sabía una cosa: había que matar al contrario. El por qué, muchas veces se ignoraba. En los salones de la aristocracia, tanto como en las pulperías y fogones se discutía acaloradamente. Imaginemos los efectos que, una guerra sin cuartel y sin término, podía tener en las arcas y en la administración pública. Un verdadero clima de caos y anarquía se vivía entonces. Lo que estaba en juego era la supervivencia misma de la incipiente nación.

El tiempo transcurrido entre 1810 y 1816 había servido para teorizar. El 25 de mayo de 1810 había querido afirmar cierta idea de identidad. Éramos algo. No sabíamos qué, pero éramos. Formalmente en nombre de Fernando VII, pero no esencialmente. El 9 de julio de 1816 es la afirmación clara de nuestra existencia. Aunque no habíamos definido del todo quiénes éramos, ya sabíamos que existíamos y que no éramos españoles. Tampoco de ninguna otra identidad existente entre las naciones civilizadas. Lógicamente, los mayores esfuerzos se pusieron en la guerra de independencia. El tiempo de las expresiones bien intencionadas y filosóficas había llegado a su fin. Era hora de la puesta en práctica. Concentrar todo en la gesta sanmartiniana, de forma imperiosa, dejó librado al azar los asuntos domésticos.

La figura de los caudillos surge de la necesidad. Eran los que contaban con los recursos o con la fuerza para aplicar la ley y el orden. El estado, apenas en formación, se hallaba famélico, exhausto y sin orden ni cohesión interna. Pero, si los caudillos estaban de hecho por encima del estado, ¿quién los controlaba? Así es como, conscientes de su creciente poderío, los caudillos deciden hacerse cargo del estado. Ante sus ojos, y con razón, los doctores y políticos eran un lujo superfluo. No tenían más fuerzas y recursos que los que tenían los poderosos caudillos que los apadrinaban. El conflicto armado no se hace esperar. Entre algunos caudillos las urnas no valían nada y la única democracia que reconocían era la de las multitudes de lanzas. Las concepciones políticas sobre la organización de la naciente nación, abandonan el terreno jurídico y dialéctico y se convierten en gritos de guerra. “Muerte a los salvajes unitarios.” “Muerte a los caciques federales.”

En ese verdadero caos social e institucional se practicaron diversos experimentos de organización que acabaron en estrepitosos fracasos. Apenas concluida la guerra de independencia contra la metrópolis, tuvimos que embarcarnos en la guerra contra el Imperio del Brasil. Nuestro expansionista y ávido vecino había esperado la oportunidad para revelar su zarpa. No contó con el patriotismo de nuestros hombres, a pesar de la escasez de recursos. Nuevamente, las miras estaban puestas en una guerra que amenazaba nuestra existencia.

El terreno doméstico se sumergía cada vez más en el conflicto y en la pobreza. Cada caudillo y militar se veía a sí mismo como una suerte de Leviatán criollo. La funesta decisión de Lavalle y los unitarios de fusilar a Dorrego, y de interrumpir el orden legal de la provincia de Buenos Aires, hizo surgir una ola irrefrenable desde la campaña. Al frente de esta ola se puso un joven coronel de milicias. Sin entrenamiento militar formal pero que había participado de la defensa y reconquista de Buenos Aires, y que se había curtido en las guerras de frontera con el indio. Un joven que en octubre de 1820 había salido de su exitosísima actividad agropecuaria para deponer a unos insurrectos que habían pretendido deponer al gobernador Martín Rodríguez. Y que una vez restablecido el orden legal, cual criollo Cincinato, había regresado a la vida privada. Ese joven, proveniente de la aristocracia mayor de Buenos Aires, era Juan Manuel de Rosas. Sería el Leviatán de más fuerza, entre una multitud de Leviatanes.

En tiempos de Rosas (1829-1851)

Esta etapa de la historia nacional estuvo sumamente marcada por el fanatismo político. Las familias se enemistaban, se injuriaban y se mataban. Los bandos eran bien marcados y no había lugar para las medias tintas. O se estaba de parte de Rosas o en su contra. Y la misma sociedad no permitía el indiferentismo. La Iglesia toda, incluso, se hundió en el barro de la política partidaria.

En el caos y la anarquía imperante surgió Rosas como el Restaurador de las Leyes y el Orden.  Título que marcaría su dictadura. Ni bien llega al poder las muestras de adhesión rayan en lo patético. Le endilgan todo tipo de honores y reconocimientos, que el homenajeado rechaza precavidamente. No estaba en el espíritu de Rosas la vanidad, que tan mal había aconsejado a otros de sus contemporáneos. Él mismo les advierte que es “un paso peligroso á la libertad del pueblo (…), porque no es la primera vez en la historia que la prodigalidad de los honores ha empujado á los hombres públicos hasta el asiento de los tiranos”.

Un poder tan dilatado como el de Rosas necesariamente crea enemigos. Principal columna de la federación, por sus abultados ingresos aduaneros, Rosas emprende la campaña militar contra los unitarios. Pero a diferencia de otros gobernadores y caudillos que ejercieron el poder con facultades extraordinarias, o incluso con la suma del poder público, el verdadero poder de Rosas residía en el pueblo. En el término más abarcativo de ‘pueblo’. No sólo el populacho emanado de las orillas sociales lo apoyaba por su fama y mito de gaucho rico. Los aristócratas porteños reconocían en él a su par. Los comerciantes y hacendados poderosos veían en Rosas al hombre capaz de asegurar orden y estabilidad, requisitos necesarios para sus negocios. La clase militar veía en Rosas a un patriota. La iglesia estaba feliz con él, y lo identificaba como un devoto y comprometido católico que dejaría sin efecto la reforma rivadaviana. La pequeña e incipiente clase media lo creía capaz de ordenar el caos financiero y social. Esta adhesión de todos los estratos fue lo que jugó en su favor y lo que tan malas pasadas trajo a sus enemigos. Estas sensaciones, primeramente porteñas, luego se extenderían con mayor o menor grado a las provincias.

Los enemigos de Rosas no fueron solo unitarios. Esto estaba más allá de la politiquería. Ilustrados y respetados hombres del centralismo porteño sostuvieron a Rosas con sus tareas en el estado. Algunos como diplomáticos, otros como políticos y militares. Es que el antiguo gobernador bonaerense no era una expresión pura del federalismo (si es que la había entre los federales). Su pragmatismo y sentido común lo llevaron a ejercer un gobierno ordenado y autocrático, en el que lo ideológico era más un instrumento dialéctico que una razón de estado. Rosas creía que la voluntad general tendía hacia el federalismo. Por ende entendía que su responsabilidad como gobernante era guiarlos por ese camino. Camino que, si se quiere, le había sido impuesto.

Entre los federales surgieron también enemigos. El gran cisma del partido federal porteño es la expresión más cabal de esto. Los rosistas se identificaron como apostólicos (muy sutiles), y los antirrosistas como lomos negros. Y es que en definitiva, el gran debate no giraba tanto en la forma de gobierno, sino en quién lo ejercería.

En gran medida los enemigos de Rosas son los que contribuyeron a que su poder se acentuara más. Los unitarios despreciaban al bajo pueblo y no lograban ver que no hay gobierno posible sin pueblo. Cuando lo comprendieron, tardíamente, pretendieron atraerlo con una retórica ilustrada, europeizante y con cierto atisbo anticatólico (no tan marcado como se cree). El rechazo popular fue casi unánime.

No ayudó tampoco que los enemigos de Rosas, tan desesperados por voltearlo, se unieran o alentaran causas extranjeras contra los intereses nacionales. Las muestras de mayor bajeza patriótica se vieron entre los enemigos de Rosas que fueron colaboracionistas en las pretensiones imperiales de Francia e Inglaterra. También en los que apoyaron el expansionismo del mariscal Andrés de Santa Cruz, al frente de su Confederación Peruano-Boliviana y de los que permitieron que tropas del Imperio del Brasil lucharan en Caseros.

Sirva de ejemplo la infructuosa Campaña Libertadora que emprendió Lavalle, financiado por el gobierno francés. El curtido general incluso cometió el error garrafal de arribar a estas costas con su ejército a bordo de barcos franceses. Rosas no tuvo que movilizar ni a un solo hombre. Se limitó a sentarse en su silla de gobernador y ver el fracaso estrepitoso de sus enemigos.

El antirrosismo buscó armas y hombres en todos lados. El conflicto se expandió más allá de las fronteras nacionales y no fueron pocos los hombres de renombre internacional que se ocuparon del asunto. Incluso Alejandro Dumas (padre), ya siendo un célebre escritor, se mete de lleno en la contienda y publica una furibunda novela contra Rosas: Montevideo ou une Nouvelle Troie.

El gran tucumano, Juan Bautista Alberdi, nos dice: “Se habla de él popularmente de un cabo al otro de la América, sin haber hecho tanto como Cristóbal Colón”.  Y se pregunta: “¿Qué orador, qué escritor célebre del siglo XIX no le ha nombrado, no ha hablado de él muchas veces? Guizot, Thiers, O’Connell, Lamartine, Palmerston, Aberdeen, ¿cuál es la celebridad parlamentaria de esta época que no se haya ocupado de él hablando a la faz de la Europa?”.

Si hablamos del fanatismo político que marcó la época, no podemos olvidarnos de La Mazorca y sus atropellos contra todo el que no fuera rabiosamente rosista. Tampoco se pueden olvidar las muestras de adhesión de las comunidades negras de Buenos Aires, que desfilaban con mucha música y pompa, llevando sendos retratos de Rosas. O casos como el de La Rioja, que acuñó monedas con la efigie del porteño. O el de los jesuitas, restaurados por Rosas y vueltos a expulsar por no alinearse con el gobierno y el clero local.

Rosismo y antirosismo post Caseros 

La caída y posterior exilio de Rosas no significaron el fin de la disputa. La derrota de Rosas y sus partidarios, se caracterizó por la llegada al poder de la clase política que había sido perseguida y exiliada. O de sus vengadores.

Al frente de la escritura de la historia, a la que se llamó Oficial, estuvieron Mitre, López y Sarmiento. El odio de partido y la reivindicación de amigos y parientes, condicionó el estudio del pasado, y los claroscuros brillaron por su ausencia. La totalidad del federalismo y sus hombres fue ensombrecido y denostado. Pero el lugar de Demonio Mayor, se reservó para Rosas, al que caracterizaban como el degollador, el tirano, el salvaje y el hombre con alma de verdugo. Obviamente, los laureles se los llevaron todos los unitarios. Aun aquellos que habían sido colaboracionistas de las tropas extranjeras que hacían la guerra al país.

Esa pasión partidaria que se imprimió a la historia, se inculcó a la sociedad. Odiar a Rosas fue dogma. Incluso, al momento de su muerte, se prohibió hacer cualquier tipo de referencia piadosa a él o incluso hacer decir misa por el descanso de su alma. Veinticinco años habían pasado desde su caída, pero pervivía la censura generalizada hacia su gobierno. Y es que ya lo había dicho un legislador de la provincia: “No se puede librar el juicio del Tirano Rosas a la historia, como quieren algunos (…) ¡Ojalá hubiéramos imitado al pueblo inglés que arrastró por las calles de Londres el cadáver de Cromwell, y hubiéramos arrastrado a Rosas por las calles de Buenos Aires! (…) Si el juicio de Rosas lo librásemos al fallo de la historia, no conseguiremos que Rosas sea condenado como tirano, y sí tal vez que fuese en ella el más grande y más glorioso de los argentinos”.

En esos tiempos, vanos fueron los intentos de estudiar el pasado en forma científica y sin apasionamientos. Adolfo Saldías, con ingenuidad trató de hacerlo. Su obra Historia de la Confederación Argentina fue silenciada. Ninguno de los académicos e historiadores la comentó aunque sea para denostarla. Ese acto se considera como el nacimiento del Revisionismo Histórico Nacional. Los historiadores post-Caseros, al igual que los antirrosistas de antaño, en definitiva, contribuyeron sin proponérselo a la pervivencia de Rosas. Y este, una vez muerto tomó la dimensión de mito.

Durante todo el siglo XX, Rosas y su tiempo estuvieron presentes en el debate público. Liberales, radicales, conservadores, nacionalistas, nacionalistas católicos, peronistas, antiperonistas, socialistas, peronistas de izquierda y marxistas, todos cayeron en diversas formas de rosismo o de antirrosismo. Cada uno tomó una parte de la historia del prócer y la hizo propia. El radicalismo y el peronismo vieron en Rosas al primer líder popular. Los peronistas de la proscripción postulaban que el golpe del ’55 había sido el Caseros moderno. Los más furiosos antiperonistas llamaron al gobierno de Perón la Segunda Tiranía, en alusión a que la primera había sido la de Rosas. Los nacionalistas de corte antidemocrático reivindicaban la dictadura como forma de gobierno y a Rosas como modelo de dictador. Los nacionalistas católicos, a Rosas como cuasicruzado, defensor de los valores católicos e hispánicos. Socialistas y marxistas hacían a Rosas figura del patriciado oligárquico y latifundista. Los peronistas de izquierda utilizaban la figura de Rosas como héroe popular frente a las pretensiones imperialistas de las potencias.

De modo que cada postura contribuyó a levantar calumnias o panegíricos. El justo medio y la complejidad humana del prócer fueron dejados de lado. Así, entre manoseos de la política y amañamientos del pasado, Rosas transitó el siglo XX hasta llegar a nuestros días. Aún hoy se publican decenas de libros y artículos sobre él.

Rosas, muy de a poco, se ha hecho un lugar en el panteón de los héroes nacionales. Y sin casi darnos cuenta por las ruidosas disputas, hoy comparte un lugar junto a Sarmiento. La muerte y la sociedad los ha reconciliado. Rosas y Sarmiento son parte de nosotros.