“Ciencia, catolicismo y secularización en Argentina”, por MIGUEL DE ASÚA


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Una reconocible narrativa de corte iluminista concibe la historia de la ciencia como un enfrentamiento épico entre la luz del progreso y las tinieblas de la superstición. Los historiadores de la ciencia codifican esta perspectiva con el nombre de “tesis del conflicto”, según la cual la ciencia y la religión estarían intrínsecamente enfrentadas. La historia no sería sino la confirmación de esta oposición radical, lo que quedaría demostrado a través de episodios como las cosmologías de la Tierra plana de los Padres de la Iglesia, la condena de Giordano Bruno en la hoguera, el “crimen de Galileo”, la negativa a aceptar la evolución de Darwin y muchos más. La tesis del conflicto, prefigurada en el “Discurso preliminar a la Enciclopedia” de d’Alembert, fue desarrollada en toda su extensión en dos obras en inglés, que la anuncian ya desde sus títulos: la Historia del conflicto entre la religión y la ciencia (1874) del químico británico de actuación en los Estados Unidos John William Draper y la Historia de la guerra de la ciencia con la teología en el cristianismo (1896) del estadounidense Andrew Dickson White, diplomático y uno de los fundadores de la universidad Cornell, conocida por su orientación secularista.

Desde hace cincuenta años, los historiadores de la ciencia vienen desmontado con paciencia toda la ingeniería mitologizante de este tipo de historias. Pero a pesar de que los especialistas han
extendido el certificado de defunción una y otra vez a la tesis del conflicto, la misma sigue vivita y coleando en el discurso de los medios, en obras de popularización y en la “vulgata” de los
demi-savants. Debe subrayarse que estos historiadores que han desarticulado esta tesis del conflicto no lo hicieron impulsados por motivos apologéticos (es decir, de defensa de la religión). De hecho, muchos de ellos son declaradamente agnósticos, ateos o de otras confesiones que la cristiana. Por ejemplo, nadie podría acusar a John L. Heilbron, quizás el mayor historiador de la ciencia vivo, de ser un entusiasta del Vaticano y fue este mismo Heilbron el que afirmó que, durante los últimos seis siglos, la Iglesia católica apoyó a la astronomía, social y financieramente más que cualquier otra institución.

Los estudios históricos sobre relaciones entre ciencia y religión, en su inmensa mayoría, tienen lugar en el circuito académico de habla inglesa. Es comprensible que estas investigaciones se hayan concentrado en entender cómo se dieron estas relaciones en las culturas anglófonas. En Inglaterra y en otras regiones de Europa (más bien en las que prosperaron las iglesias protestantes) tuvo un papel central lo que se llama natural theology (teología natural), que se entiende aquí como la demostración de Dios y sus atributos a partir del mundo natural, por medio de la razón. El género de la teología natural estuvo íntimamente vinculado a la llamada “Revolución científica” de los siglos XVII y comienzos del XVIII, y está asociada a muchos de sus grandes nombres, como Robert Boyle, el naturalista John Ray o el mismo Newton.3 Pero en la Europa católica (o sea, las sociedades de lenguas románicas y en parte las de lengua alemana), el fenómeno de la teología natural fue menos significativo y en algunos casos inexistente. Lo que en esta zona cultural fue determinante para las relaciones entre ciencia y religión fue más bien el agresivo estilo de secularización que se conoce como laicismo o, en su original, laïcité. Para nosotros, en Iberoamérica, deudores (o imitadores) en este punto de Francia, es esto lo que tiene peso

 

MIGUEL DE ASÚA,

médico, teólogo, filósofo, historiador y profesor de la Diplomatura en Cultura Argentina

 

 

 


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