A 20 años de la crisis de 2001, Luis Alberto Romero reconstruye un escenario caótico del que surgió el kirchnerismo, hoy en crisis. “Todo lo que en 2001 eran síntomas, hoy son realidades rotundas”, concluye.

Clarín – Los sucesos de 2001 fueron sin duda un hecho histórico trascendente. Los contemporáneos vislumbramos que marcaban un antes y un después de algo todavía impreciso. Posteriormente fue adquiriendo sentidos precisos y cambiantes, como ocurre habitualmente con el pasado. En parte porque, como quien sube a una montaña, los giros del camino van mostrando nuevas perspectivas del mismo paisaje. En parte, también, porque los relatos ideológicos impusieron fuertes distorsiones a los datos.

En su momento, impresionó la masa de gente furiosa que marchó a la Plaza de Mayo, y los alevosos disparos policiales. Por televisión llegaban las imágenes de supermercados saqueados en los barrios populares, ante la impasibilidad de la policía. Luego hubo diez días de cuasi vacío político, hasta la designación como presidente de Eduardo Duhalde.

En las semanas siguientes fue claro todo lo que la crisis destruía; a la vez se vislumbraban brotes de cosas nuevas. El derrumbe de la convertibilidad generó un catastrófico caos económico, pero aparecieron los clubes de trueque, quizá un alternativa al capitalismo. La clase política fue declarada culpable –”que se vayan todos”–, y mientras todo el sistema de representación legítima se derrumbaba, afloraron asambleas barriales, pequeñas Comunas donde la democracia directa quizá iniciara la regeneración política. Pero lo más visible –y a la larga lo único duradero– fue la aparición, en el centro de las ciudades, de silenciosos cartoneros, bulliciosos piqueteros y masivos mendicantes, vanguardia de un mundo de la pobreza que ganó visibilidad y protagonismo. Otra economía, otra política, otra sociedad…