LUIS ALBERTO ROMERO: “NUESTRA PATRIA ES PRODUCTO DE MUCHAS PERSONALIDADES DESTACADAS QUE HICIERON SU PARTE, EN LA COINCIDENCIA, EL DISENSO O EL CONFLICTO”
Entrevista exclusiva al historiador Luis Alberto Romero *
Belgrano ha sido reivindicado en los últimos años como un verdadero Padre de la Patria. ¿Considera que ha sido tan, menos o más influyente que San Martín durante los años de la gesta patriótica, de la lucha por la Independencia?
Creo que vale la pena hacer algunas aclaraciones, pues la pregunta hace referencia a esas verdades de sentido común, largamente asentadas. El trabajo de los historiadores consiste en volver a considerarlas, criticarlas, revisarlas, y a veces ratificarlas.
Una de ellas el precisamente el concepto de “padre de la patria”, cuyo supuesto es que la patria nació en algún momento, es decir que hay un momento originario. Es una idea importante desde el punto de vista cívico -de esto hablaré después-, pero muy discutible cuando se la mira estrictamente como historiador.
Si pensamos el Estado, que es la organización jurídica de la patria, está claro que su gestación demandó varias décadas y que el final siempre fue borroso, comenzando por cuál era el territorio de esas “provincias Unidas en América del Sur” proclamadas en 1816, un nombre que refleja todas las incertidumbres del momento. Esa base mínima del Estado -el territorio y la población- solo quedó claramente definida hacia 1880.
Si pensamos en la “nación” , es decir una comunidad de pertenencia compartida, que incluya a todos los habitantes, la gestación es muy trabajosa. ¿Cuándo ocurrió que todos los habitantes del Estado argentino se identificaron a sí mismos como argentinos? ¿Cuándo los salteños fueron primero argentinos y luego salteños? Otra vez hay que pensar en fines del siglo XIX, y en la intensa argentinización impulsada por el Estado a través de la educación.
Parte de esa argentinización consistió en instalar la idea de un nacimiento y un padre. Los historiadores hoy llaman a esto “mito de los orígenes”, algo que cada comunidad nacional -u otros tipos de comunidades- ha forjado en algún momento. Se trata de una creación, una narración, un relato, un mito de índole similar a la de Rómulo, Remo y la loba que los amamantó. Un mito que funda una comunidad y fija un rumbo.
De modo que un historiador debe responder que, en un proceso tan largo, que al menos llevó siete u ocho décadas, no existió UN padre sino muchas personalidades destacadas que hicieron su parte, en la coincidencia, el disenso o el conflicto, porque nuestra patria es producto de todo eso. San Martín y Belgrano hicieron mucho, pero también Saavedra, Moreno, Rivadavia, Rosas, Urquiza, Mitre, Sarmiento, Roca, Alem y tantos otros, por no entrar en el siglo XX.
En cuanto a lo específico de la pregunta -que para un historiador no tiene mucho interés pues su trabajo no es hacer de juez- diría que no son estrictamente comparables, pues trabajaron en ámbitos distintos, igualmente importantes. San Martín lo hizo en lo militar, con una escala americana en la que la futura Argentina era igual de importante a los otros países hispanoamericanos. Belgrano lo hizo en lo político y cultural, en una escala más acotada a lo que finalmente será la Argentina.
¿A quién o a quiénes pondría en el tercer lugar en un hipotético podio como padres fundadores o constructores clave de nuestra nación?
Esta pregunta me permite encarar la misma cuestión, desde otro punto de vista: el ciudadano -porque muchos historiadores somos también ciudadanos activos-. La narración de la historia de la nación -hoy se las llama también “relatos”- debe integrar dos cosas distintas y a veces contradictorias, lo que dicen los historiadores y lo que la comunidad nacional necesita para funcionar como tal, algo que incumbe a los ciudadanos.
Un relato común sobre sus orígenes, que vincule el pasado con el presente y apunte a un futuro a realizar es indispensable para la vida en comunidad. Puede incluir diferencias, matices y variantes; sus miembros pueden recordar con más énfasis o más cariño algunas de sus dimensiones y de sus protagonistas, así como en la conversación y el debate cotidiano existen diferencias, cuya confrontación ayuda al desenvolvimiento de la comunidad, el Estado.
Esa es una narrativa útil, sana, y un historiador ciudadano debe colaborar con esa construcción, particularmente cuando se trata de la educación de los niños y los jóvenes que están formando su mente en todas las dimensiones. Esa es una historia patria sana y constructiva, hecha de recuerdos compartidos y también de olvidos compartidos, según la sabia frase de Ernest Renan.
Pero en ocasiones -bastante frecuentemente, en realidad- esas narrativas buscan, profundizan, exaltan las divisiones. Remplazan la comprensión matizada por el juicio lapidario: hubo y hay buenos y malos, y estos últimos, en última instancia, no deben pertenecer a la nación.
Estas narraciones -más allá de su fundamento histórico, que suele ser endeble- son cívicamente perniciosas. Aquí un historiador profesional puede aportar, no una amable condescendencia con la construcción de mitos positivos, sino una crítica enérgica, basada en la verdad histórica estricta, y una fuerte dosis de comprensión, que atenúe las diferencias entre blancos y negros y resalte la gama de grises propia de la vida de una comunidad. Para poner un ejemplo muy cercano: Carlos Menem necesita ser comprendido, al igual que su época; ni exaltado ni lapidado. Fácilmente descubriremos que lo que juzgábamos blanco o negro tiene distintas tonalidades de gris.
Volviendo a los relatos positivos, el lugar destacado asignado a San Martín y a Belgrano cumple una función importante y útil. Podría mencionar aquí a Pueyrredón, sin el cuál la tarea de Belgrano y sobre todo la de San Martín habría sido mucho más difícil. También a Güemes, cuya figura incorpora la dimensión de la guerra popular y la decisiva participación de toda una región argentina.
Vale la pena presentarlos como modelos, siempre que le saquemos un poco el bronce, pues en nuestros tiempos apreciamos la dimensión humana de nuestros hombres destacados y asó los valoramos más auténticamente.
Pero es necesario integrar a esas figuras de primera magnitud a un vasto conjunto de personas que -sin haber sobresalido tanto- realizaron aportes fundamentales. Un conjunto que incluya a personas que en su momento estuvieron enfrentadas -duramente enfrentadas- pero cuyas diferencias fueron perdiendo relevancia con el paso del tiempo y el desarrollo de una mirada comprensiva. Un conjunto, finalmente, que incluya las diversas facetas de nuestra comunidad, cuyo perfil va cambiando con el tiempo. Bienvenida la incorporación de mujeres, que es la tarea de la hora. Bienvenidos quienes pertenecieron a distintas etnias. Todo esto, reitero, hablando como un ciudadano que busca una narrativa o un relato de nuestro pasado que nos ayude a convivir y a progresar en paz, que se desarrolla en paralelo con la historia crítica de los historiadores.
Fuente imagen: Dirección General de Escuelas de Mendoza
¿Qué relevancia tuvo en la historia argentina la Generación del 80 y cuál es su legado en la actualidad?
La pregunta me permite poner en cuestión otro concepto instalado en nuestro sentido común histórico. Todos -yo el primero- hemos dicho alguna vez que 1880 significó un quiebre absoluto en la historia argentina, comenzando un proceso de crecimiento sostenido. Todos hemos dicho que el cambio se debió a la acción de un grupo de hombres que gobernaron el país, tenían ideas en común y las articularon en un proyecto, cuyas partes -economía, acción estatal, política, cultura- armonizaron naturalmente y sin conflictos.
Todos hemos organizado nuestra mirada de la Argentina contemporánea sobre la base de este concepto, hoy puesto en discusión por los historiadores jóvenes, infatigables en su tarea revisionista. Pero todavía está sólidamente instalado en el sentido común.
Su matriz se encuentra en los años 1950 y 1960, muy influidos por la idea del desarrollo económico. Este era concebido como un salto, impulsado y gestionado por un grupo de expertos, similar a los economistas que en aquellos años diseñaban los planes de desarrollo económico que el Estado se proponía ejecutar, infructuosamente.
Trasladado al pasado, los planificadores se identificaron con la “generación del Ochenta”, que continuaba a la “generación de la Organización” y antes a la “Generación del 37”. A la generación del Ochenta se le atribuyó un plan de desarrollo denominado “Proyecto”.
La idea de “generación” difundida por Ortega y Gasset hacia 1920, gozó de inmensa popularidad. Hoy la mayoría de los historiadores cree que solo es útil hasta cierto punto. Hay algunos momentos en los que un grupo de hombres, aproximadamente de la misma edad, tienen una experiencia común y un proyecto compartido. La generación puede ser un buen punto de partida para una investigación, pero nunca una verdad a priori.
Las coincidencia y divergencias entre los hombres de la Generación de la Organización Nacional -Urquiza, Mitre, Sarmiento y otros varios- son bien conocidas, pues las expresaron de manera contundente. Es cierto que en el fondo estaban de acuerdo en algunas cosas, pero ellos le dieron mucha importancia a las que los dividían, y vivieron polemizando y detestándose.
Después de 1880 las cosas fueron más calmas, pero las diferencias existieron. En algunos casos, como la orientación agropecuaria exportadora o el fomento de la inmigración masiva, las coincidencias provienen de la aceptación del modo de funcionamiento del mundo, que incluía la división del trabajo. Pero siguieron discutiendo reciamente sobre agro e industria, impuestos y proteccionismo, sobre centralismo y federalismo, sobre el lugar de la Iglesia, particularmente en la educación, sobre la posición del país en política internacional. Y sus discusiones han llegado hasta nosotros.
Por otro lado, la “paz y administración”, que habría clausurado los conflictos civiles, distó de ser cierta: desde 1890, la revolución cívico militar se instaló como alternativa, surgió una recia oposición política y en el Partido Autonomista nacional, supuestamente alineado tras del presidente, el conflicto fue permanente.
Sobre ese contexto, se desarrollaron los análisis y los pronósticos sombríos sobre el futuro de la Argentina, a la que se veía periódicamente arrasada por las crisis económicas, con conflictos sociales a flor de piel, carente de una nacionalidad.
Solo cuando se miran las cosas desde el Monte Olimpo puede verse estas décadas entre 1880 y la Primera Guerra Mundial como un período de crecimiento sereno y sostenido, basado en un acuerdo entre los grupos dirigentes. Desde el Olimpo, esa versión se sostiene, y hasta cierto punto es importante desarrollarla -yo mismo suelo hacerlo- pero no sirve para un análisis más pormenorizado. Y lo primero que se nos viene abajo es la idea de un grupo coherente e inspirado, que manejó sabiamente el timón del país.
Los hombres de la así llamada Generación del Ochenta dirigieron el país en un período en el que el contexto mundial generaba condiciones muy favorables para el crecimiento; seguir el impulso era fácil. La consistencia de su legado se percibe en lo que siguió, cuando las cosas se complicaron. No es difícil encontrar en los años anteriores a la Gran Guerra el hilo de lo que serán algunos grandes problemas de la Argentina, como por ejemplo la existencia de un Estado dadivoso, poco preocupado por el equilibrio fiscal y muy generoso, con quienes lo presionaban adecuadamente. Entre ellos estaban los gobiernos de algunas provincias, poco eficientes para hacer crecer sus provincias pero importantes a la hora de construir los equilibrios políticos.
La Generación del Ochenta fue condenada, de manera global, por el nacionalismo y el revisionismo que se expandió luego de la crisis de 1930. No hay denostación que les haya sido ahorrada, que fue retomada por camadas posteriores hasta hoy mismo. Pero esto no es auténtica revisión historiográfica sino utilización del pasado para librar combates políticos del presente.
Entre los elogiosos sin límite -a quienes la actual decadencia les da sólidos argumentos- y los detractores ideológicos, queda un balance comprensivo pendiente, que equilibre los grandes avances durante treinta años con los problemas posteriores a 1914, que algo deben de tener que ver con lo hecho por los hombres del Ochenta. A la hora del balance acerca de la gestión de aquellos hombres hay que considerar la manera como la Argentina enfrentó la crisis de la Primera posguerra y de 1930, el tipo de industrialización que siguió, la incorporación de los sectores emergentes de una sociedad muy móvil, la acelerada democratización. Para hacerlo, vale una advertencia: todo juicio que incluya un “si no hubieran hecho esto o aquello” -eso que se llama “la nariz de Cleopatra”- tiene la limitación de no poder ser verificado, y da pie al ejercicio sin límites de la imaginación. Personalmente, procuro no hacerlos.
La decadencia argentina luego de haber sabido ser un país rico y pujante hasta principios del siglo XX, ¿es consecuencia esencialmente del surgimiento del peronismo y el populismo como muchos afirman o existen otros factores históricos para explicarla?
Creo que parte de la respuesta está incluida en la pregunta anterior. La idea de decadencia argentina está hoy sólidamente instalada, y yo diría que, más allá de una dimensión subjetiva, que varía con las edades y las experiencias anteriores, hay suficientes datos objetivos para avalarla.
Lo que se discute es desde cuando y por culpa de quien. No creo que haya una respuesta única ni una única verdad para una cuestión con tantas dimensiones. Personalmente, prefiero ubicar ese momento de quiebre en los años setenta -con su primera mitad revolucionaria y su segunda mitad dictatorial- porque creo que en esos años, a diferencia de los anteriores, coinciden todos los indicadores y todas las percepciones. Sin olvidar, claro, los interludios de esperanza, como el retorno democrático, seguidos de desilusiones más dolorosas por la esperanza previa.
No me parece que ayude mucho echarle la culpa de todo al peronismo. Pero en esto hay mucho de pasión política, algo que complica el análisis histórico.
No se me oculta que el lugar del peronismo en las últimas siete décadas fue fundamental. Mi pregunta es si el peronismo es un factor, un agente causal, o por el contrario es un ámbito donde se reflejan y eventualmente se amplifican los problemas de la sociedad. Un poco y un poco, suelen responder los historiadores.
Por un lado, el peronismo fue muchas cosas diferentes a lo largo de setenta y cinco años, y en cada circunstancia asimiló y tradujo situaciones, tendencias, tensiones, expectativas que estaban presentes en la sociedad. Perón, Vandor, Firmenich, Menem, los Kirchner fueron todos peronistas, todos diferentes, y todos adaptados a su momento.
Por otro lado, el peronismo moldeó esas experiencias y expectativas, las refractó a través de un prisma singular, les dio su sello, eso que hoy, en un alarde de simplismo, convenimos en llamar populismo. Absorbió las diferencias y las sintetizó, sin eliminar los conflictos. Y allí, cada uno encontrará junto lo bueno y lo malo.
Por ejemplo, el primer peronismo le dio un fuerte impulso a la democratización social (¿es bueno o malo?), utilizando recursos que el Estado podría eventualmente haber usado para proyectos de más largo plazo (con esto entramos en el incierto “que habría pasado si”). En cambio, es evidente que esa democratización estuvo acompañada con un drástico recorte de las libertades individuales, particularmente las políticas.
Esto es el “un poco y un poco”; el “las cosas son más complejas que una división entre buenos y malos”, que nos caracteriza a los historiadores. Sabemos que las cosas buenas o malas no vienen nunca todas juntas, sino mezcladas. Pero también somos ciudadanos, nos comprometemos y pensamos en qué hacer en el futuro. En ese sentido, no tengo dudas de que la versión actual del peronismo -la de 2021- sintetiza todos los factores negativos que bloquean cualquier intento de revertir la tendencia decadente. Creo tener argumentos de historiador parea sustentar esta idea, pero sin duda están orientados o sesgados por una opción política. Los dejo para otra ocasión.
SOBRE LUIS ALBERTO ROMERO
- Es profesor en nuestro Instituto. Es historiador, investigador principal del CONICET y profesor de los posgrados de la Universidad Di Tella y de la Flacso. Ver más.