Buenos Aires y el interior: dos formas de pensamiento que dan origen a su dicotomía
Por Dulce María Santiago*
Frente al acontecimiento que significa la celebración de los Bicentenarios, cabe preguntarnos si hemos llegado realmente a ser una nación. Como alguna vez ha sido definida, la nación es “una comunidad estable de hombres, históricamente constituida de idioma, de territorio, de vida económica y de formación psíquica, que se traduce en la comunidad de cultura”. ¿Podemos afirmar que en nuestro país se cumplen todos los elementos necesarios para constituirnos como nación? O simplemente ocupamos un mismo espacio, hablamos la misma lengua, tenemos el mismo sistema de producción –que tanto nos preocupa-, pero más allá de ello no hay nada más profundo que nos ligue como seres humanos.
Conviene recordar las palabras de Juan Bautista Alberdi, el mentor de nuestra Constitución, cuando decía que: “Una nación no es una nación sino por la conciencia profunda y reflexiva de los elementos que la constituyen”. Por eso es necesario una actitud crítica en este momento histórico para que no sea solamente un festejo, sino un acontecimiento fundamental de autoconciencia colectiva.
Las ideas y los hombres
Si hacemos una breve reseña de nuestros comienzos históricos podemos establecer alguna correlación entre las ideas y los proyectos de nación que se tuvieron nuestros protagonistas.
Nuestros hombres de Mayo y los de las generaciones siguientes, no eran pensadores, eran hombres de acción que estaban educados en el pensamiento de su época: las ideas del pensamiento español de los siglos XVI y XVII y –en mayor medida- del Iluminismo del siglo XVIII, los primeros. Los segundos, en cambio, en las ideas del historicismo romántico de corte liberal. Fueron hombres que actuaban en política pero que arraigaban su praxis en las ideas de su tiempo: “Piensan como hombres de acción y obran como hombres de pensamiento”, dijo de ellos en el siglo XX el historiador de las ideas Coriolano Alberini.
Los integrantes de la Generación del 37, formados en el pensamiento del historicismo romántico, concretaron la Organización Nacional, asentada en esas ideas. Esta generación fue, sin duda, la gran arquitecta de nuestro sistema político y de nuestras instituciones. Inspirados en el paradigma Civilización o Barbarie, configuraron una cultura que marcó una identidad colectiva signada por el europeísmo, especialmente de origen anglo-francés, que prosiguió hasta bien entrado el siglo XX.
El proyecto ilustrado, que después de la Revolución de Mayo, consideraba que la razón soberana ordenaba la realidad social mediante leyes; éstas tenían la virtud de modelar racionalmente la convivencia humana. El poder racional permitía así la gobernabilidad. Esta filosofía fue la inspiradora de los unitarios. La más elevada encarnación de este ideal fue Bernardino Rivadavia. En Europa, Rivadavia frecuentó al ideólogo Destut de Tracy y también conoció al filósofo utilitarista inglés Jeremías Bentham, con quien llegó a mantener una correspondencia que se dice está en el archivo de Bentham depositado en el British Museum.
Por eso, como afirma Coriolano Alberini, “estas inclinaciones filosóficas le llevaron a profesar un progresismo olímpico, violento y abstracto”, y agrega: “Creyó demasiado en Bentham –típico representante del radicalismo filosófico y siempre pronto a repartir constituciones abstractas para todos los países del mundo. Rivadavia fracasó como presidente de la República unitaria de 1826. No supo comprender la estructura de su país, al cual quiso modelar “iluminísticamente” a golpe de decretos jacobinos. Fue el último representante de nuestro Aufklärung (Iluminismo). No era un filósofo, pero tenían ideas luminosas y grandes ideales reformistas. Parece un Carlos III republicano”.
Como puede apreciarse, el cambio por el cambio, fuera de la propia realidad, las ideas abstractas y el pensamiento exógeno no sólo son ineficaces políticamente, sino que, además, pueden causar mucho daño. Este representante ilustrado del espíritu unitario careció de sentido histórico, quiso imponer leyes que no se adecuaban a nuestra realidad de un país federal, cuyo interior estaba dirigido enérgicamente por rudos caudillos que no aceptaban la imposición de una oligarquía culta y unitaria. Una vez caído el gobierno de Rivadavia, surge la figura del caudillo de Buenos Aires que regirá nuestros destinos hasta 1852.
Mientras tanto se forja una generación que, habiendo nacido bajo la aureola de la Revolución de 1810, se había formado mayormente en las ideas de la ideología. Después del fracaso del proyecto moderno de las ideas iluministas y progresistas transplantadas de Europa por el modelo rivadaviano, emerge con fuerza el espíritu opositor a la oligarquía ciudadana encarnado en los caudillos representantes de las masas rurales que habitan el interior del país. En este contexto surge la figura de Juan Manuel de Rosas como el Restaurador de las antiguas leyes frente al caos político y a las novedades ideológicas del período revolucionario.
Este grupo de jóvenes, “hijos de Mayo”, fundó el Salón Literario en torno a la librería de Marcos Sastre, inaugurado en 1837, año que dio origen a la denominación de esta generación y tuvieron como primer maestro al doctor Diego Alcorta. Son sus representantes Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez, Marcos Sastre, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Vicente Fidel López, entre otros.
Como buenos discípulos logran superar a sus maestros: realizan su tarea con el aporte de otro movimiento de ideas conocido como el romanticismo historicista.
Esteban Echeverría trae a nuestro suelo la novedad del romanticismo, con el que había entrado en contacto durante su estancia en París entre 1826 y 1830. Su peculiaridad es la exaltación del sentimiento frente a la razón, de lo telúrico, de lo propio. El historicismo, por su parte, revaloriza la conciencia histórica, la temporalidad como algo característico de las ideas, así ellas son algo considerado propio de una época. Cada momento histórico tiene sus propias ideas acordes a la circunstancia. El pensamiento no es entonces algo abstracto, sino que debe encarnarse en su contexto histórico y social.
Los jóvenes de esta generación no eran unitarios, pero tampoco rosistas, eran llamados federales de lomo negro, en alusión al a los libros que leían. Formaron una élite intelectual de la cual, como dice María Ester de Miguel en un artículo del diario La Nación, “Esteban Echeverría era el mayor, nuclearía a esos jóvenes porque él traía de Francia, además de la novedad del romanticismo, la atmósfera efervescente de su sociedad y la ansiedad de reformas sociales. Pero ‘romántico en literatura, demócrata en política, reformista en materia social’, dice Alberdi. Echeverría no quiere trasplantes, mira el entorno, la realidad, lo propio, lo nuestro. En 1848, sigue en lo mismo: ‘Tendremos siempre un ojo clavado en el progreso de las naciones y el otro en las entrañas de nuestra sociedad”.
Pronto este grupo comienza a ser perseguido por Rosas. Desarrollan, entonces, sus actividades clandestinas bajo la bandera de la Joven Argentina, luego rebautizada Asociación de Mayo. Finalmente, la mayoría de sus integrantes debió emigrar hacia Montevideo o hacia Chile, pasando a ser los proscriptos, como los llamó Ricardo Rojas. Pero lejos de paralizarse su espíritu, -Sarmiento dejó escrito en una piedra durante su viaje a Chile: “las ideas no se matan”– estos hombres desarrollaron su dimensión intelectual en vistas de la postergada acción política de la que aguardaban su oportunidad. Mientras tanto, en su exilio, ejercieron el periodismo, la escritura y hasta la docencia como alternativa a su diferida vocación.
Toda esta corriente dio lugar a un pensamiento orientado a la acción que puede denominarse eclecticismo racional, que no tenía una gran profundidad filosófica, aunque sí la particularidad de construir una sistematización de ideas con pretensión de configurar la realidad histórica que les tocaba vivir. Buscaban la organización nacional y estas ideas les brindaban las herramientas necesarias a través de sus principios fundamentales:
Vivieron lo que pensaron que debía ser una Nación. Fueron los constructores de nuestra nación.
Durante el gobierno de Rosas las provincias que constituían la Confederación habían gozado de autonomía pero, luego de Caseros, Urquiza convocó al Congreso General Constituyente para lograr la unidad política, frustrada por la negativa de Buenos Aires que se resistía el proyecto político de la Confederación, cuya sede estaba en Paraná. En 1861, finalmente, la batalla de Pavón, con el triunfo de Buenos Aires establece su hegemonía sobre el resto del país, logrando la anhelada organización nacional mediante la centralización del poder en Buenos Aires.
El espíritu del Centenario estuvo decididamente marcado por la confrontación, de lo cual resultó la existencia de dos grupos, o tres si tenemos en cuenta la población rural y la del interior. El epicentro del país, Buenos Aires, manifestó claramente una tajante oposición entre los nacionales, argentinos nativos, y los extranjeros, inmigrantes de origen europeo, supuestamente deseados como gente civilizada, necesaria para la población de nuestro extenso territorio. La obra conmemorativa de Joaquín V. González, titulada “El juicio del siglo o cien años de historia argentina”, en ella su autor enunció, en medio de la euforia colectiva, la “Ley del odio” presente en nuestra historia y que tiene sus raíces en la conquista, que animó todas discordias de nuestro pasado y echó raíces muy hondas en el pueblo argentino.
Podríamos sintetizar nuestra trayectoria nacional como permanente oposición de grupos contrarios que buscan destruirse mutuamente: indios-españoles; criollos-españoles; criollos-indios; criollos-gauchos; gauchos-indios; nacionales-extranjeros… A estas antinomias se suman otras como: unitarios-federales; rosistas-antirosistas; radicales-conservadores; peronistas-antiperonistas; izquierda-derecha…
Eduardo Mallea decía a finales de los años treinta que “el extravío de nuestro pueblo es joven, tiene los años de este siglo…”.
Tal vez debamos repensar nuestro proyecto de nación sobre nuevas bases, aunada por un ethos común, una manera de convivir nueva, con bases más profundas.
Hace doscientos años logramos la libertad para comenzar a ser una nación, nos independizamos para ser nosotros mismos. Doscientos años después es hora de alcanzar nuestra liberación interior, que nos permita reconocer los errores para llegar a ser la nación que anhelamos.
Para este proyecto de nación que integre todas las fuerzas se requiere también una base de ideas, una filosofía, que nos permita encontrar el nuevo significado de la palabra “nación” para poder proyectar lo que queremos ser.
* Es profesora en la Diplomatura en Cultura Argentina de nuestro instituto. Doctora en Filosofía- Facultad de Filosofía y Letras de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Profesora de las Licenciaturas en Comunicación Periodística y Comunicación Publicitaria e Institucional, así como del Ciclo Propedéutico del Departamento de Estudios Preuniversitarios. Especializada en temas de Pensamiento Argentino y Latinoamericano- Autora de numerosas publicaciones.