Reforma judicial


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Reforma judicial Compartí

Por Juan Francisco Baroffio*

En estos días de crímenes violentos de mucha repercusión en la opinión pública, de un cambio cultural respecto a la violencia doméstica y contra la mujer y de una maratónica lluvia de procesamientos por corrupción, se ha puesto sobre el tapete la necesidad de reformar el poder judicial en todo el país.

A nadie escapa que hay graves deficiencias en la administración de justicia y escandalosas complicidades con la política por parte de magistrados de relevancia. Para el gran público pertenecer hoy a algún nivel del poder judicial, implica una suerte de privilegio. Vacaciones de 45 días, numerosas licencias, pocas horas de trabajo y exenciones impositivas. Pareciera que ser magistrado en la Argentina implicaría pertenecer a una elite dominante más propia de un sistema feudal de prerrogativas, que al de una república.

 

 

La justicia hoy

Es cierto y evidente que la administración de justicia está en crisis. Hay cúmulos de causas que amenazan con colapsar edificios y los recursos se orientan de forma ineficiente. En la justicia a nivel provincial, nacional y federal, se recrean todo tipo de tejes y manejes non sanctos. Cargos de relevancia se reparten en forma discrecional y en algunos casos basta tener el mismo ADN de algún encumbrado magistrado (juez, fiscal o defensor), para asegurarse un puesto rentable o una magistratura. El que explore cada departamento judicial del país, encontrará que hay apellidos que copan todo el sistema. Esta situación de excesivo nepotismo, obviamente aplasta a otros empleados y funcionarios. Personas de idoneidad, con probadas capacidades intelectuales y laborales, suelen verse pisoteadas por lo que vulgarmente se llama “paracaidista” (o sea, alguien que fue acomodado por los superiores).

Es escandaloso que los empleados judiciales ingresantes tengan que trabajar meses (cuando no años), en forma informal. O mejor dicho en criollo: trabajan en negro. Meses enteros sin cobrar, sin ART y sin ningún tipo de protección legal.

El atraso de los medios de capacitación y la excesiva falta de control por parte de las autoridades competentes, han llevado a cierto estado de relajación. Hay dependencias que parecieran no trabajar en los mismos horarios que el resto, y empleados (en general con altos cargos), cuyos horarios y licencias son sumamente fluctuantes, pero siempre en beneficio propio y en detrimento de la sociedad.

 

La Corte Suprema de Justicia de la Nación, en su actual composición

 

Y aunque el panorama sea sumamente lúgubre, las generalidades son siempre injustas. No todos los empleados del poder judicial son ineficientes vagos con sueldos abultados, como parece creer cierta porción de la sociedad. La misma crítica sobre vagancia e ineficiencia, la sociedad la extiende a todos los empleados públicos. El acomodo tampoco es una característica sui generis del poder judicial. Basta ir a cualquier provincia argentina, para constatar que los gobiernos de turno nombran familiares y amigos a troche y moche.

La reforma, entonces, debe ser integral de todas las instituciones del estado. Porque tener una justicia de calidad, pero un legislativo y un ejecutivo corruptos, es como un cuerpo con brazos sanos y vigorosos, y que oculta un tumor maligno en el cerebro.

 

Combatir el crimen

Una de las mayores preocupaciones de la sociedad actual, es la inseguridad. Mucho más que la corrupción. Tanto la inseguridad real como la sensación de inseguridad son altísimas. Aun los que no han sido víctimas de un hecho delictivo viven con miedo. Y no les falta razón. El aumento del narcotráfico y la drogadicción han llevado a la perpetración de delitos cada vez más violentos. Para la sociedad la policía es cómplice de liberar zonas para la delincuencia y los jueces de dejar en libertad a los delincuentes. Pero la solución, ¿es sólo un tema de la justicia penal? Evidentemente no.

Se cargan las tintas contra la justicia penal por los altos índices de criminalidad y de reincidencia. Sin embargo, cuando interviene la justicia penal, es porque ya han fallado los otros mecanismos del estado para prevenir el delito. Cuando interviene la justicia, ya hay una víctima y un victimario. La función eminente del poder judicial no es prevenir el delito. Es buscar e individualizar al infractor de la ley y aplicarle un castigo en la justa proporción de su ofensa. La tarea de jueces y fiscales es la de reparar el daño que se ha hecho a la sociedad en su conjunto, y no sólo el de las víctimas particulares.

La delincuencia no se combate únicamente con leyes y cárceles. Aunque no todos los que delinquen lo hacen por necesidad (la cultura consumista no es patrimonio exclusivo de las clases medias y altas), es cierto que la falta de trabajos formales, de movilidad social y de educación y salud de calidad generan la situación de marginalidad que empuja al delito. Hagamos un razonamiento lógico: imaginemos trabajar informalmente, más de ocho horas diarias, apenas sabiendo leer y escribir y ganando menos de diez mil pesos por mes. Esa persona, por más buena voluntad que tenga, no puede dejar de sentir frustración. Trabaja pero eso no le es suficiente para salir de la villa y tener un hogar en condiciones de dignidad material (cloaca, agua potable, luz, gas, etcétera). Ni siquiera le alcanzará para comer todos los días. A esto hay que sumarle que también vive en una situación de indefensión ante el avance del narcotráfico en las villas. No podemos esperar que esa persona no se canse y patee el tablero. En el caso que hemos expuesto, que es de lo más general y extendido, no podemos dejar de notar que falló integralmente el estado.

Volvamos a la teoría del caso. Ahora imaginemos que esta persona que pateo el tablero y optó por la vía del crimen, fue condenado y sentenciado a una pena de prisión. Supongamos que tuvo la buena fortuna de poder terminar la primaria y la secundaria dentro de la unidad penitenciaria que lo alojó (lo cual, por la superpoblación carcelaria, es casi imposible) y que tuvo una conducta ejemplar. Esta persona estuvo privada de su libertad por no menos de cuatro o cinco años, y sale en libertad con su condena cumplida y rehabilitado. ¿Qué mundo lo espera afuera? Volverá a la misma villa de la que salió, la que probablemente sigue sin cloacas, agua potable, luz ni trazado de calles para que entren ambulancias o patrulleros. Vuelve a un mercado laboral que está en coma y su condición de ex presidiario le cierra aún más puertas. No podemos esperar que esa persona no sienta frustración y que no vuelva a patear el tablero.

 

Dos caras de la misma sociedad en la Ciudad de Buenos Aires

 

¿Cuál es entonces la solución? ¿Abolir la pena? Sería un desprecio inusitado hacia las víctimas y un perjuicio general para la sociedad. Entonces, ¿encerrarlo y tirar la llave para que no salga más? Aquí nos hallaríamos ante una situación de crueldad deshumanizante. Tal vez tendríamos que dejar de fluctuar entre los extremos y buscar el justo medio. Sólo el justo medio puede darnos soluciones que contemplen al ser humano en su individualidad y en su conjunto social. No sería estrafalario exigirles a las clases dirigentes que dejen de echarse las culpas y comiencen a trabajar desde el Estado y con participación de los privados, en un plan unificado y transversal, que tienda al bien común de la sociedad. Hay que gobernar y representar a todos. Al bueno y al malo. Eso, aunque nos pese, es vivir en una República y en una democracia. Por otro lado, una reforma judicial aislada, que no se acompañe de una reforma integral del Estado y, más aún, de la cultura institucional de nuestra sociedad, no pasará de un estrepitoso fracaso para el conjunto de los que habitan la Argentina. Salvo que lo que se busque sea solo convertir a la Justicia en el chivo expiatorio.

 

*Es Editor del Boletín Digital y Director de Seminarios de nuestro instituto. Escritor, historiador y ensayista.